La polémica sobre el tiempo profundo


Al menos una de las razones del deterioro posterior del estatus de Kelvin tiene que ver con el debate sobre la edad de la Tierra: hoy sabemos que la edad de nuestro planeta es de unos 4.540 millones de años. ¡Eso es unas cincuenta veces más que la estimación de Kelvin! ¿Cómo pudo equivocarse tanto en unos cálculos supuestamente basados en las leyes de la física?

Mario Livio. Errores geniales que cambiaron el mundo


Debemos a James Hutton la idea de un “tiempo profundo” que iba mucho más allá de los pocos miles de años que los lectores atentos a la literalidad de los textos judeocristianos consideraban.

Hutton, uno de los “padres” de la geología científica, si no el auténtico fundador[1], es un personaje tan destacado como curioso en la historia de la ciencia, aunque entre sus virtudes más destacadas no estaba la claridad de su escritura, algo que no contribuyó demasiado a la difusión de sus ideas (lo podremos comprobar algo más adelante). Sin embargo, su influencia en el desarrollo posterior de las ciencias de la Tierra y particularmente en Charles Lyell es incuestionable.

Antes de que Hutton y Lyell propusieran métodos científicos para estudiar e interpretar los relieves y las formaciones geológicas, éstos eran explicados mediante leyendas más o menos fantasiosas o una creación divina tal cual. Calzada de los Gigantes, en el norte de Irlanda.

Hutton ideó un mecanismo cíclico para explicar la Tierra en el que el calor interno del planeta (sobre cuyo origen no especuló) levantaba los materiales depositados en el fondo de los océanos de forma que éstos volvían a ser sometidos a los procesos de erosión y sedimentación que volvían a devolverlos como sedimentos en un ciclo constante sin principio ni fin. En su primera disertación pública sobre el tema, que tuvo lugar ante la Real Sociedad de Edimburgo en los días 7 de marzo y 4 de abril de 1785[2]. Hutton reflexiona: “Habiendo determinado así un sistema regular en el cual la tierra actual del planeta se ha formado primero en el fondo del océano, emergiendo después sobre la superficie del mar, surge de forma natural una pregunta en relación con su duración: ¿Cuál ha sido el espacio de tiempo necesario para llevar a cabo este inmenso trabajo?”. Sin embargo, ante la imposibilidad de medir lo que llama “el progreso de la tierra actual hacia su disolución por desgaste y su inmersión en el océano”, concluye: “como no existe en la observación humana medios apropiados para medir el desgaste de los continentes de este planeta, se infiere de aquí que no podemos estimar la duración de lo que vemos en la actualidad, ni calcular el momento en el que comenzó; así, pues, con respecto a la observación humana, este mundo no tiene ni principio ni fin”. De ahí que su biógrafo John Playfair hablara de que Hutton sintiera que se asomaba al abismo del tiempo cuando exploró las inconformidades geológicas de las costas del este y sudeste de Escocia.

No extraña comprobar que las conclusiones de Hutton acerca de un tiempo sin principio ni fin y del mecanicismo natural cíclico como confeccionador de la Tierra no fueran bien recibidos entre quienes se encontraban más cercanos al dogmatismo religioso cristiano. La cuestión del tiempo profundo y la edad de la Tierra quedó, pues, sin resolver, dejando abiertas las puertas a opciones muy diversas.

Muchos años antes de estas polémicas, en 1400, el autor de los Cuentos de Canterbury era enterrado en el claustro de la Abadía de Westminster, en Londres. El edificio gótico, que en aquel tiempo seguía en construcción, carecía aún de la categoría de catedral que adquiriría brevemente en 1540 para perderla en 1560 con la reforma anglicana, y sucedía a otro románico, anterior. Ya entonces (en realidad, desde 1066, con Guillermo I el Conquistador), la abadía era el lugar de coronación de los monarcas ingleses y también el de la boda o enterramiento de muchos de ellos. Aunque Geoffrey Chaucer no pertenecía a la familia real, había sido maestro de obras del rey Enrique IV de Inglaterra, por lo que residía en el edificio, de manera que le correspondía el derecho a ser enterrado allí.

Siglo y medio después, en 1556, durante el turbulento reinado de María Tudor, los restos del escritor, cortesano, diplomático y maestro de obras se trasladaron a un nuevo emplazamiento, ahora en el transepto sur de la abadía, un área que acabará conociéndose como “El Rincón de los Poetas” por recibir desde entonces muchos restos de escritores reconocidos o, al menos, de sus monumentos conmemorativos.

En 1727, la inhumación de Isaac Newton en el recinto abrió la puerta de esa distinción póstuma a científicos ilustres, que empezaron a ocupar tumbas o ser recordados mediante placas y esculturas por el interior de la abadía. Ser enterrado en Westminster se convirtió así en una forma de reconocimiento postmortem dentro del imperio británico.

Cerca del lugar donde reposa Newton, en el pasillo norte, una tumba de mármol blanco de Carrara informa: CHARLES ROBERT DARWIN BORN 12 FEBRUARY 1809 DIED 19 APRIL 1882. Cerca, un medallón de bronce labrado por Joseph Edgar Boehm (al que se debe también la impresionante estatua sedente de Darwin del Museo de Historia Natural) reproduce el inconfundible busto del naturalista.

Unos años antes de acoger los restos de Darwin, la abadía había recibido los de sir Charles Lyell, a pesar de las reticencias que habían mostrado sus familiares. Hoy lo conmemora una lápida de caliza en la que pueden advertirse restos fósiles de crinoideos carboníferos. El largo texto, redactado por Huxley, explica:  CHARLES LYELL BARONET F.R.S. AUTHOR OF "THE PRINCIPLES OF GEOLOGY" BORN AT KINNORDY IN FORFARSHIRE NOVEMBER 14 1797 DIED IN LONDON FEBRUARY 22 1875. THROUGHOUT A LONG AND LABORIOUS LIFE HE SOUGHT THE MEANS OF DECIPHERING THE FRAGMENTARY RECORDS OF THE EARTH’S HISTORY IN THE PATIENT INVESTIGATION OF THE PRESENT ORDER OF NATURE ENLARGING THE BOUNDARIES OF KNOWLEDGE AND LEAVING ON SCIENTIFIC THOUGHT AN ENDURING INFLUENCE. "O LORD HOW GREAT ARE THY WORKS AND THY THOUGHTS ARE VERY DEEP" PSALM XCII.5[3]. En el alfeizar de una ventana cercana, un busto de mármol blanco muestra la faz del eminente geólogo.

No lejos de ambos naturalistas, al sur de la tumba de Newton, otra pequeña piedra oscura del suelo con letras inscritas dice: WILLIAM THOMSON LORD KELVIN 1824-1907. Una doble vidriera, algo posterior a la tumba, rinde homenaje al Barón Kelvin of Largs, “ingeniero y filósofo natural”, a la par que muestra tanto su escudo de armas como el de la Universidad de Glasgow. 

Como se puede deducir de las fechas de nacimiento y fallecimiento de los tres ilustres científicos, Kelvin, Lyell y Darwin compartieron gran parte de sus respectivas existencias a lo largo del siglo XIX, por lo que podemos preguntarnos si hubo relación profesional entre ellos. La respuesta es que sí y que no a la vez, pues, aunque no desarrollaron ni trabajaron juntos, sí los relacionó un asunto, aunque lo fue de una forma poco amistosa. Fue a cuento de la edad de la Tierra.

William Thomson, desde 1892 Lord Kelvin en conmemoración del río que discurre junto a la Universidad de Glasgow donde ejerció, fue físico y matemático, a la vez que un fervoroso creyente al que desagradaban profundamente las teorías de Lyell y las de su otro vecino de Westminster, Charles Darwin. Thompson era adicto al creacionismo, pero su formación científica lo empujaba a abordar la cuestión de la edad de la Tierra con un enfoque más propio de la ciencia que el que empleó James Ussher, obispo de Armagh (Irlanda), quien, en 1650, sumando edades y trazando genealogías entre los personajes de la Biblia, concluyó que la Tierra había sido creada a las 18 horas del sábado 22 de octubre del año 4004 a. C. Hoy, el dato se nos antoja extravagante, pero en realidad era el resultado de un minucioso y prolijo trabajo. De haber resultado correcto o simplemente aproximado supondría que la Tierra tendría apenas unos 6000 años, un tiempo totalmente insuficiente tanto para la teoría de la evolución de Darwin como para el dinamismo geológico que proponía Lyell para explicar la formación de los relieves. Kelvin discrepaba tanto del método utilizado por Ussher como de su ridícula cifra para la antigüedad de la Tierra, pero andaba buscando pelea desde que Lyell había publicado sus Principios de Geología.

En el Origen de las especies, Darwin decía que “el que sea capaz de leer la gran obra de sir Charles Lyell sobre los Principios de Geología (…) y, con todo, no admita la enorme duración de los periodos pasados de tiempo, puede cerrar inmediatamente el presente libro.” Aunque no hay constancia de que Kelvin arrojara de su lado el libro de Darwin al leer esas líneas, sí se propuso desacreditar cualquier pretensión de que la Tierra dispusiera del tiempo suficiente para que actuaran los procesos geológicos sugeridos por Lyell. Mucho menos, los de la evolución biológica de Darwin.

La grandiosidad de algunos paisajes induce a pensar que para su génesis han de estar comprometidas enormes extensiones de tiempo. Fish River Canyon, en Namibia

Podemos intuir el enojo que causó a William Thompson (aún no era Lord Kelvin) el asunto del actualismo leyendo el siguiente párrafo de su artículo «Sobre el enfriamiento secular de la Tierra» leído el 28 de abril de 1862 en la misma Real Sociedad de Edimburgo ante la que años antes disertó Hutton: “Durante dieciocho años me ha inquietado que principios esenciales de la termodinámica hayan sido ignorados por aquellos geólogos que de una manera intransigente se oponen a toda hipótesis paroxística, y mantienen no solo que tenemos ejemplos ahora, en la Tierra, de todas las distintas acciones por las que su corteza se ha ido modificando a lo largo de la historia geológica, sino que estas acciones nunca han sido, o en general no han sido, más violentas en el pasado que en nuestros tiempos”.

No es casual que el texto se escribiera y leyera solo tres años después de la publicación de la exitosa primera edición del libro más famoso de Darwin, convertido ya en un superventas científico desde que la primera edición, de 1250 ejemplares, se agotara el mismo día que salió a la venta (posteriormente se realizaron cinco ediciones más, la última en 1884, siendo la que hoy se suele encontrar publicada).

Para calcular la edad de la Tierra, Kelvin se basó en la noción de conductividad térmica que había desarrollado Joseph Fourier[4]. Partiendo de la suposición de que la Tierra albergaba en su interior calor remanente procedente de su formación inicial, consideró que este se estaría perdiendo continuamente por conducción térmica a través de las rocas. Para los cómputos utilizó una estimación del gradiente geotérmico (el valor de elevación de la temperatura con la profundidad, que se puede medir en las minas) de unos 3ºC por cada cien metros de descenso. Juntando otras suposiciones, concluyó que la Tierra tenía una antigüedad de unos cien millones de años, un dato que se correspondía bien con el que, dos años antes, él mismo había estimado para el Sol, disponiendo que “parece, por consiguiente, como lo más probable, que el Sol no ha iluminado la Tierra durante 100 millones de años y es también casi seguro que no lo ha hecho a lo largo de 500 millones de años[5].

Nunca sabremos si los cálculos produjeron más satisfacción a Kevin por lo que obstaculizaban las teorías de Lyell y Darwin que por la trascendencia que tenían como aplicación científica de conceptos termodinámicos a un problema natural difícil de resolver. El mismo Darwin, preocupado, había sugerido (o quizás implorado), sin mucha base, una edad de al menos 300 millones de años para la Tierra, tiempo que le parecía suficiente para que la selección natural pudiera haber actuado diversificando los organismos tal y como preconizaba su teoría.

Darwin necesitaba mucho tiempo para que su mecanismo de selección natural funcionara diversificando las especies. Tortugas gigantes de Galápagos en el Centro Charles Darwin de la isla de Santa Cruz.


A pesar de su entusiasmo, los artículos de Kelvin no suscitaron demasiado interés entre los geólogos, algo que debió desagradar mucho al orgulloso físico y matemático norirlandés. Desairado, Kelvin no paró de criticar la “Doctrina de la Uniformidad”, que era como denominaba la nueva geología uniformitarista[6]. Por su parte, fiel a su carácter reservado, Darwin no se enfrentó directamente con Kelvin. En su lugar lo hacía gustosamente Thomas Henry Huxley, un anatomista autodidacta de grandes patillas conocido en los corrillos de las sociedades científicas londinenses como el “bulldog de Darwin” por su enérgica y tenaz defensa de la teoría darwinista (aunque algunos consideran que realmente nunca la entendió del todo). Tan famoso se hizo aquel espíritu combativo de Huxley que, en 2010, la universidad de Oxford decidió celebrarlo mediante un pequeño pilar esculpido con hojas, peces y pájaros en medio del jardín del Museo de Historia Natural de Oxford. Con él se conmemoraba, siglo y medio después, el más famoso caso del implacable apoyo de Huxley a Darwin: el llamado Debate de Oxford que lo enfrentó al obispo de la localidad, Samuel Wilberforce, un apasionado antidarwinista. Según la versión clásica, el 30 de junio de 1860, el obispo se habría dirigido públicamente a Huxley de forma muy grosera para la época, al preguntarle si su pretendida descendencia del mono le venía por parte de su padre o de su madre; una cuestión a la que Huxley contestó que no se avergonzaba de tener un simio por antepasado, pero sí de que un hombre utilizara sus habilidades oratorias para ofuscar a los demás en vez de buscar la verdad, en lo que muchos entendieron que prefería tener un mono por pariente que a un obispo como Wilberforce, un orador tan untuoso en sus intervenciones que le mereció el apelativo de “jabonoso”. Sin embargo, parece que la realidad de aquel debate fue bastante menos espectacular, tal y como desentrañó Stephen Jay Gould en uno de sus inolvidables artículos, titulado en castellano: ¿El caballo se come al alfil? (aunque, como señala Joandomènec Ros, traductor del texto, el título original en inglés – “Knight Takes Bishop? - permite un juego de palabras imposible en español, pues también podría traducirse como ¿El caballero sorprende al obispo?) [7].

Lo que sí parece cierto es que Huxley menospreció públicamente los comprometedores cálculos de Kelvin al comparar sus matemáticas con un excelente molino en el que, dijo, lo que se obtiene depende fundamentalmente de lo que se introduce, lo que, en “román paladino”, quiere decir que si los datos no son adecuados, los resultados no han de valer nada.

El debate sobre la edad de la Tierra se mantuvo sin resolver durante todo el siglo XIX. Darwin, que falleció en 1882, como recuerda su placa de Westminster, no logró librarse del desasosiego que le provocaba el desconocimiento de la edad de la Tierra, agravado por los embates procedentes de un enemigo tan formidable como Kelvin. Formidable, pero con fisuras, pues Kelvin fue acumulando opositores a sus cálculos a medida que se volvía más arrogante y osado en sus formulaciones. Curiosamente, uno de los críticos de los cálculos de Kelvin fue el quinto hijo de Charles Darwin, George Howard Darwin, también físico, que demostró en varios artículos publicados entre 1877 y 1879 que no era correcto utilizar la rotación de la Tierra en la manera que había hecho Kevin en uno de sus cómputos para avalar sus tesis de una Tierra “joven”. Al enterarse, Charles Darwin no pudo evitar exclamar: “Hurra por las tripas de la Tierra y su viscosidad y por la Luna y por los cuerpos celestes y por mi hijo George[8].

La cuestión de la edad del planeta se resolvería definitivamente a comienzos del siglo XX gracias a la radiactividad descubierta por Becquerel en 1896, que permitió datar directamente y con precisión la edad de las rocas. Hallam, en su excelente libro sobre las controversias geológicas, recoge la siguiente anécdota de Ernest Rutherford, muy pronto convertido en un experto en la novedosa radiactividad (en su momento sería también nombrado “lord” y enterrado en la abadía de Westminster). Invitado en 1904 a impartir una conferencia en Londres sobre la nueva fuente de energía, Rutherford tenía que abordar inevitablemente el papel de la radiactividad en el cálculo de la edad de la Tierra, un asunto que arrojaba conclusiones muy contrarias a las que había mantenido Kelvin toda su vida. Con cierta preocupación, comprobó que el mismísimo Kelvin, entonces con 80 años, se encontraba en la sala, aunque lo tranquilizó observar que el viejo científico se quedaba dormido en mitad de la charla. Sin embargo, cuando llegó al tema clave: “vi que el personaje se enderezaba, abría un ojo ¡y me lanzaba una siniestra mirada! Entonces me vino una inspiración repentina y dije que Lord Kelvin había puesto un límite a su edad de la Tierra, siempre que no se descubriera otra fuente de calor[9]. Con la apostilla salvadora, el vanidoso anciano lo miró satisfecho y Rutherford se pudo relajar y continuar su disertación sin dejar constancia sobre si el viejo lord retornó a su somnolencia o no.

Kelvin murió a los tres años de aquella conferencia, siendo enterrado con honores en el frío suelo de Westminster, muy cerca de donde ya lo esperaba Darwin.

¿Qué habrían conversado, si pudieran? Nadie lo sabe, pero lo que es cierto es que, junto a otros avances científicos, la comprensión de la vastedad del tiempo geológico abrió la puerta de par en par a las nuevas ideas sobre nosotros y sobre el planeta que habitamos, cambiando así radicalmente la perspectiva y la percepción científica que tenemos sobre nuestra propia especie.

Hoy, gracias a la radiactividad, sabemos que la Tierra tiene 4.540 millones de años, una cifra que ni siquiera soñaron Lyell o Darwin, quienes, finalmente, ganaron por goleada su particular batalla al incómodo vecino de la abadía de Westminster

 



[1] Oldroyd, D. 2003. La “Teoría de la Tierra” de James Hutton (1788). Enseñanza de las ciencias de la Tierra 12.2: 114-116.

[2] Hutton, J. (1785) Abstract of a Dissertation read in the Royal Society of Edinburgh upon the Seventh of March, and Fourth of April MDCCLXXXV, concerning the System of the Earth, its Duration and Stability. Edimburgo, Scottish Academic Press (facsímil 1987): 30 pp. (Hay traducción de Candido Manuel García Cruz en Enseñanza de las Ciencias de la Tierra (2004) 12.2: 153-156.

[3] Charles Lyell. Baronet [un título otorgado por la Corona británica] F.R.S. [Fellow of the Royal Society, es decir, miembro de la Real Sociedad]. Autor de "Los Principios de la Geología". Nacido en Kinnordy en Forfarshire el 14 de noviembre de 1797. Fallecido en Londres el 22 de febrero de 1875. A lo largo de una larga y laboriosa vida buscó la forma de descifrar los registros fragmentarios de la Historia de la Tierra en la paciente investigación del orden actual de la naturaleza, ampliando los límites del conocimiento y dejando en el pensamiento científico una influencia perdurable. “Oh, Señor, cuán grandes son tus obras y profundos tus pensamientos”. Salmo XCII.5.

[4] Kelvin, Lord (sir William Thomson) 1864. On the Secular Cooling of the Earth. Transactions of the Royal Society of Edinburgh, 23.

[5] Kelvin, Lord (sir William Thomson). 1862. On the Age of the Sun’s Heat. Macmillan’s Magazine 5.

[6] Kelvin, Lord (sir William Thomson). 1866. The “Doctrine of Uniformity” in geology briefly reputed. Proceedings of the Royal Society of Edinburgh 5: 512-513.

[7] Gould, S.J. 1991. Knight Takes Bishop. In: Bully for Brontosaurus: Reflections in Natural History. WW Norton and Co. New York. (Hay traducción: ¿El caballo se come al alfil? En: Brontosaurus y la nalga del ministro. Crítica. Barcelona. 1993)

[8] Livio, M. 2013. Brilliant Blunders: From Darwin to Einstein. Colossal Mistakes by Great Scientists That Changed Our Understanding of Life and the Universe. Simon and Schuster. (Hay traducción: Errores geniales que cambiaron el mundo. Ariel. Barcelona. 2013).

[9] Hallam, A. 1983. Great Geological Controversies. Oxford University Press. Oxford (Hay traducción: Grandes controversias geológicas. Labor. Barcelona. 1985)