La cuarta cultura



Diez milenios atrás, unas cuantas comunidades comenzaron a cambiar sus hábitos de vida sustituyendo la caza y la recolección por el cultivo de plantas y la domesticación de animales. Fue el comienzo de una lenta transformación en la manera de obtener recursos que terminó volviéndose mayoritaria. Los nuevos hábitos agrarios y la sedentarización trajeron también profundos cambios culturales y una nueva percepción del mundo, una nueva cosmovisión. También comportó un aumento en la alteración del medio natural, abriendo la gran fractura entre naturaleza y sociedad que siguió creciendo con el tiempo.


Moray (Perú): posiblemente los andenes circulares fueron un lugar de investigación agrícola de los Incas para experimentar con cultivos a diferentes alturas creando microclimas diferentes en cada anillo concéntrico.

Muchos años después de la revolución neolítica y apenas unos pocos siglos antes del tiempo actual, una segunda revolución cultural volvió a transformar profundamente la forma mayoritaria de entender y percibir el mundo. La invención de la ciencia moderna, con sus secuelas tecnológicas, generó nuevas formas de hacer y de existir. Las sociedades industriales, aunque seguían dependiendo inexorablemente de la producción natural de bienes y servicios, ampliaron la distancia que mediaba entre la naturaleza y las sociedades humanas. La búsqueda de nuevas fuentes de energía elevó la capacidad de transformación de las máquinas hasta límites insospechados, provocando un nuevo salto cualitativo en la alteración y degradación del medio natural. Las modernas sociedades industriales trajeron, como antes sucedió con la transformación neolítica, nuevas percepciones sobre el mundo y una nueva cultura, que es en la que la humanidad se desenvuelve hoy, mayoritariamente.

Algunos autores, como Alvin Toffler[1] y más recientemente Jeremy Rifkin[2] han querido ver en la irrupción reciente de las nuevas tecnologías una tercera ola o giro esencial en la trayectoria humana. Sin embargo, aunque el impacto de las tecnologías de la información y la comunicación sobre nuestra cultura industrial es innegable, los elementos básicos derivados de la revolución industrial original no han cambiado aún de forma esencial el objetivo central de crecimiento constante de la producción y el consumo que constituye, ya desde sus inicios, el motor central de las sociedades industriales, como tampoco sus efectos en la extracción de recursos naturales y en los efectos ambientales generados tanto por dicha extracción como por el vertido de los desechos y residuos generados.

Aunque muchas vertientes del deterioro ambiental son evidentes desde mucho antes, el último cuarto del siglo pasado destaca por el despertar de la nueva conciencia sobre la trascendencia mundial de la degradación ambiental y su dimensión planetaria, con el cambio climático y la pérdida de biodiversidad como las consecuencias más globales de una crisis ambiental general que incluye, además, un desconcertante desajuste social y económico.

Junto con el despertar de la preocupación ecologista en torno a los años setenta, el crepúsculo del siglo XX asistió a la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética, despejando cualquier sospecha que pudiera existir sobre la enorme distancia que mediaba entre las aspiraciones originales de Marx y Engels y el comunismo real implantado en la URSS y su periferia orbital. Por su parte, China iniciaba en esas fechas, bajo la batuta visionaria de Deng Xiaoping, un giro en su patrón económico, instaurando un capitalismo de estado que se mostrará muy eficaz en sus logros de crecimiento económico e industrial, pero que no aportará avances en el férreo control de las autoridades sobre una población privada de derechos democráticos y libertades. El fulgurante despegue económico chino enriqueció particularmente a las élites chinas, pero también comenzó a generar una incipiente clase media que comenzó a beneficiarse de la apertura general del país a un comercio internacional cada vez más desbocado y desregulado (salvo para los desplazamientos de trabajadores) que se tildó de globalización. Al rebufo del crecimiento chino, algunos otros países con economías precarias experimentaron una trayectoria parecida, constituyendo el nuevo grupo de prometedoras “economías emergentes” que mejoraron la situación de muchos, aunque con una fuerte desigualdad y un coste ambiental desmesurado. 

Las Torres Petronas, de Kuala Lumpur, Malasia: hasta 2003 el edificio más alto del mundo y aún hoy las torres gemelas más altas, como siguiendo el lema de los Juegos Olímpicos ("citius, altius, fortius": más rápido, más alto, más fuerte) aplicado al crecimiento económico.


Mientras, en Occidente, poderosos laboratorios de ideas promovidos particularmente en Estados Unidos y Gran Bretaña por los grandes oligopolios económicos exportaban recetas simples de libertarismo económico radical. Identificado con las efigies políticas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y con el icono académico de la escuela de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza, el neoliberalismo sacralizaba la desregulación de los mercados y fomentaba una forma determinada de globalización comercial bajo el llamado Consenso de Washington, cuyo objetivo último descansa en la implantación global de un ultracapitalismo controlado por las cada vez más grandes corporaciones financieras y económicas, progresivamente dueñas, en unas u otras variantes, del planeta humano.

En medio de ese contexto, el modelo casi insular de estado del bienestar que el centro y norte de Europa habían ido construyendo tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial comenzaba a verse cuestionado desde las mismas élites económicas que promovían, con cierto éxito, su abandono por los ciudadanos, guiados ahora por el señuelo de una melodía neoliberal que prometía el enriquecimiento rápido al alcance de cualquiera y que juzgaba innecesario y hasta contraproducente mantener los servicios sociales y las prestaciones públicas alcanzados a través de los sistemas fiscales progresivos instaurados.

Mientras tanto, en Sudamérica se encadenaban crisis económicas desde los años ochenta, configurando la que se conoce como década pérdida, y los africanos, por su parte, eran ignorados por el resto del mundo, tan solo interesado en mantener el control extractivo sobre los importantes recursos naturales del continente.

Escena callejera en Sardar Bazaar, Jodhpur (India)

El aumento en cantidad y gravedad de los problemas ambientales por todo el mundo terminó haciendo imposible su ocultación, con las evidencias aportadas por científicos y divulgadas por los incipientes movimientos ecologistas dibujando un panorama desolador. Pero no fue realmente la creciente distancia entre unas élites avariciosas y enriquecidas hasta niveles indecentes y una mayoría empobrecida y carente de poder la que acabó convulsionando el sistema social, sino el repentino golpe infringido a las expectativas de unas clases medias que comenzaron a ver disiparse sus promesas de mejora, que creían inherentes al sistema, y que se derrumbaron con la debacle financiera y la consiguiente gran recesión económica de 2008. Las medidas adoptadas para superar el bache, resueltas con un reparto asombrosamente desigual de las cargas, contribuyó al incremento de las desigualdades y la pérdida de confianza en el sistema. Para colmo, el vapuleo social y económico infringido por la pandemia vírica desatada en 2019 sumió al mundo en un escenario de enorme incertidumbre que alteraba las perspectivas previas de mucha gente, a pesar de ser la incertidumbre un aspecto inherente a la complejidad de la sociedad y del mundo.

La búsqueda desesperada de soluciones simples embargó a muchos, favoreciendo la surgencia de movimientos políticos que, vestidos de salvapatrias y utilizando el descontento y desconcierto generales, comenzaron  a vender con no poco éxito eslóganes simplistas entretejidos con un populismo reaccionario y ultranacionalista que no desdeña el uso de mentiras y falsedades notorias, y hasta la misma negación de la realidad. Nadie, tan solo unas décadas atrás, podía imaginar que, en la nueva sociedad mundial de la información y la comunicación, medraran líderes de la talla de Trump, Bolsonaro, Salvini u Orban, aliados con propuestas tan irracionales como las de los conspiranoicos Qanon, los iluminados antivacunas o hasta los cómicos terraplanistas.

A todo ello ha contribuido en forma destacada tanto la tecnología como la ausencia de responsabilidad de quienes controlan los resortes de una cultura de la información tan capaz de tender redes globales de comunicación como de fomentar la instalación de burbujas sectarias autodestructivas en una sociedad mundial que se demuestra tan interdependiente como quebrada.

Para postre, la invasión brutal de Ucrania por Rusia ha puesto finalmente de evidencia algo que pretendíamos haber olvidado: que a pesar de la llamada disuasión nuclear y de la aparente existencia de una comunidad internacional organizada, la guerra continúa siendo una posibilidad real en cualquier sitio (incluida Europa).

Todo ello ha extendido un profundo pesimismo sobre la capacidad real de avanzar hacia una gobernanza global basada en la cooperación y el diálogo, aparentemente ligada a la supuesta nueva cultura de la comunicación y la información.

Manifestación contra la pobreza en Madrid


Es evidente que nadie posee la receta para resolver todo esto, pero no lo es menos que las fracturas sociales, económicas, sanitarias y ecológicas expuestas a la vista de todos no se resolverán con tiritas ni paños calientes que pretendan mantener sin tocar lo que nos ha llevado hasta aquí, pero tampoco con las soluciones simplistas del nacionalismo estrecho y la reacción autoritaria y retrógrada.

Solo desde la perspectiva ética de cada uno pueden identificarse los espejos en que inspirarse, como el de la modesta heroicidad del relator y protagonista de La Peste de Camus, el doctor Bernard Rieux que nos recordaba que la crónica de una crisis “no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos[3].

Sería cometer un error espantoso si la pretendida “vuelta a la normalidad”, tras los vapuleos de la avaricia económica, la pandemia o la guerra, nos llevase a olvidar que la normalidad anterior naufragaba entre múltiples problemas sin resolver. Por eso, resulta esencial evitar que la impresión del escritor Antonio Muñoz Molina al abolirse el confinamiento por la covid-19 en junio de 2020 se convierta en una realidad permanente: “El mundo de después sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio añadido de las mascarillas. (...) Este mundo de después, igual que el de antes, está habitado por adictos al ruido, al motor de explosión y a la quema de combustibles fósiles[4].

En unas circunstancias en que las vísceras abdominales y las emociones fáciles, convenientemente manipuladas de forma interesada, parecen dominar el panorama mundial, toda actuación razonable requiere contar con la mayor cantidad y calidad de información posible. Y cuando la actuación busca resolver una crisis tan grave como la actual, la información precisada incluye conocer la entidad y las dimensiones del problema, así como saber de las capacidades y trabas que caracterizan las conductas y comportamientos humanos. Para ello, la ciencia en su conjunto, con una visión integradora de lo social y lo natural, y el humanismo y la filosofía ética pueden poner a nuestra disposición las herramientas necesarias para poder avanzar con cierta solvencia, a la par que nos advierten sobre las dificultades de cambiar conductas y comportamientos.

Todo apunta a que no basta con entrar en una nueva fase de la revolución industrial sustentada en el desarrollo de energías renovables y las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, con ser esa una transición necesaria y ya iniciada en alguna medida. Necesitamos algo aún más ambicioso: acometer una tercera revolución, tras la neolítica y la industrial, capaz de cambiar la forma de actuar y estar en el planeta, modificando las aspiraciones y acciones actuales hasta lograr generar una cuarta cultura, esta vez sostenible.

Conocemos lo suficiente acerca de las indudable tendencias egoístas y tribales de los seres humanos como para saber que la tarea no es fácil en absoluto, pero también sabemos bastante sobre las capacidades empáticas de los seres humanos para la solidaridad y la cooperación social. En esta línea viene a cuento recordar la sugerencia del Premio Nobel francés Romain Rolland[5] (que luego reiteró y popularizó Antonio Gramsci[6]) sobre la íntima alianza entre “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”, pues mientras tengamos voluntad siempre quedará espacio donde albergar el optimismo que necesitamos contraponer al pesimismo a que nos abocan los contundentes datos de la crisis global, ambiental y social.

 



[1] Toffler, A. 1979. The Third Wave. Bantam Books. New York. (Hay traducción: La tercera ola. Barcelona. 1980)

[2] Rifkin, J. 2011. The Third Industrial Revolution: How Lateral Power is Transforming Energy, the Economy, and the World. Palgrave Macmillan. London. (Hay traducción: La Tercera Revolución Industrial: Cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo (Estado y Sociedad). Paidós. Barcelona. 2011)

 [3] Camus, A. 1947. La Peste. Gallimard. Paris. (Hay numerosas traducciones, por ejemplo: La Peste. Edhasa. Barcelona. 2002)

 [4] Muñoz Molina, A. 2021. Volver a dónde. Seix Barral. Barcelona.

 [5] Rolland, R. 1920. Le Sacrifice d’Abraham. Un livre de Raymond Lefebvre. L’Humanité, 19 mars 1920.

 [6] Gramsci, A. 1925. Contro il pessimismo. L’Ordine Nuovo. Roma. Marzo 1925. (Hay traducción: Contra el pesimismo. Previsión y perspectiva. Roca. México. 1973)