El nacimiento de los espacios naturales protegidos y su evolución en el siglo XX
ANTECEDENTES
Las advertencias de algunos sobre
la necesidad de adoptar medidas para proteger la naturaleza y los paisajes
frente a las agresiones humanas surgen muy pronto. Hay constancia, por ejemplo,
de que los griegos de la época clásica eran conscientes de los efectos
negativos que sus acciones estaban causando en sus territorios, particularmente
en lo que se refiere a la degradación de la vegetación y el aumento de la
erosión de los suelos, procesos ambos particularmente intensos en la zona de la
Argólida, en Macedonia y en Creta. Platón es uno de los que se manifestó al
respecto en su obra Critias o la Atlántida.
La introducción de técnicas
agrícolas traída por la mal llamada Revolución Neolítica implicó la necesidad
de reducir la complejidad y diversidad de la vegetación natural para favorecer
los cultivos de las plantas elegidas en la primera de las dos transiciones
cruciales de la forma predominante de cultura que ha experimentado la especie
humana (y a espera de una tercera “revolución” que nos lleve a una cuarta
cultura con la que superar la actual situación de crisis socioambiental en la
que nos movemos, como he tratado de documentar en mi libro “La cuarta cultura”[1]).
Como consecuencia pronto aumentaron los problemas de erosión y pérdida de
suelos que, en ocasiones y algunos lugares, alcanzaron dimensiones muy
preocupantes. Hoy, los arqueólogos desentrañan poco a poco los graves efectos
negativos que produjeron las primeras prácticas agrícolas en lugares pioneros
del cambio de usos del suelo y obtención del alimento como fueron los antaño
fértiles campos de Mesopotamia. La salinización provocada por inundaciones
excesivas y la degradación consecuente de los suelos están entre los graves
impactos que en ocasiones conllevaron el final de algunas civilizaciones antes
pujantes, como ha relatado Jared Diamond en alguno de sus libros[2].
Los intensos procesos de
deforestación derivados del avance de las tecnologías que surgieron
posteriormente con el advenimiento de los modernos conocimientos científicos y
las necesidades de madera y alimentos que acompañan el crecimiento y expansión
europeos en los años posteriores a 1500, en los cimientos del segundo gran
salto cultural, que llegaría a su plenitud trescientos años después con la
revolución industrial, motivaron nuevas preocupaciones acerca de la
preservación de la naturaleza, con las primeras normas dirigidas al
mantenimiento y la protección de territorios valiosos, a menudo preservados por
los intereses cinegéticos de sus propietarios: nobles y reyes. En España son
bien conocidas las palabras de Felipe II relativas a la conservación de los
montes, tanto como los efectos terribles que las necesidades de madera para las
armadas imperiales representaron para los bosques ibéricos, ya
considerablemente mermados en aquellas épocas.
Con la Ilustración se entabla una
confrontación dialéctica entre quienes ven en la naturaleza trabas y obstáculos
al avance del progreso de una sociedad que se presenta como “superación de
la barbarie primitiva de los atrasados grupos de cazadores y pescadores que
vivían en comunión con la naturaleza”[3]
y quienes advertían sobre los problemas crecientes de la explotación de la
naturaleza. Entre los primeros estuvieron Jovellanos y Francisco de Cabarrús,
nombrado Conde de Cabarrús por Carlos IV, quien fue ministro de José Bonaparte
y creador del Banco de San Carlos. Entre los segundos, el Padre Sarmiento,
Antonio Ponz o el botánico Antonio José de Cavanilles, quienes formulan
llamamientos a la conservación de los recursos naturales y, en especial, de los
bosques ibéricos.
Para Jovellanos, por ejemplo, la
visión de la naturaleza tenía una componente racionalista centrada en el afán por
conocimiento que caracteriza al movimiento ilustrado, al a que añadía otra, de
carácter utilitario y dirigida al uso de los recursos para conseguir el
progreso industrial, aunque sin menoscabo de la admiración por sus valores, lo
que podía suponer una contradicción de solución difícil. Otros ilustrados, como
es el caso del abate Cavanilles, ven ante todo en la naturaleza (y en su caso,
sobre todo en las plantas, donde centrará su interés y trabajo científico) una fuente
de conocimiento y motivo de estudio científico, distanciando la botánica de las
preocupaciones directas sobre los usos de las plantas.
A escala europea, entre los
filósofos y pensadores de la Ilustración se encuentran diferentes casos de
admiración y pasión por la naturaleza, desde Rousseau, un crítico feroz de la
civilización humana y de sus consecuencias y, por ello, precursor de algunas tendencias
ecologistas modernas, hasta el mismo Denis Diderot, codirector de la
Enciclopedia y apasionado defensor del saber. Las aportaciones de grandes
viajeros ilustrados como Humboldt harán incrementar el interés por los paisajes
naturales de tierras lejanas.
Algo más tarde, el Romanticismo,
nacido en buena parte de una reacción frente a lo que algunos consideran
excesos racionalistas de la Ilustración, aportará un interés especial por una
nueva forma de mirar y admirar los grandes escenarios naturales,
particularmente las grandes montañas, mezclando lo racional con lo temperamental.
La nueva interpretación del paisaje natural vendrá impregnada de mitología y
sentimiento, haciéndola coincidir con una atracción manifiesta por los
considerados como paisajes primigenios, buscando enlazar con las raíces de los
pueblos, en un tiempo en el que las motivaciones de exaltación nacionalista
cobran una especial significación en el pensamiento dominante del viejo
continente.
El valor de lo bello y sublime constituye
en sí mismo un motivo preferente de interés por parte de la filosofía de los
años XVIII y XIX, ligado al aprecio por los fenómenos naturales y la naturaleza
en su conjunto. Para Kant, que había definido la Ilustración como “la emancipación de la conciencia humana del
estado de ignorancia y error por medio del conocimiento”, la contraposición
entre sublimación y belleza nace de la complementariedad entre los varios
aspectos de la naturaleza, como señala en su Historia universal de la
naturaleza y teoría del cielo (1755):
“El aspecto de una cadena de montañas cuyos picos nevados se pierden
entre las nubes, la descripción de una tormenta o la que hace Milton del reino
infernal, nos producen un placer mezclado con terror. El espectáculo de los
prados poblados de flores y los valles surcados por arroyuelos, y donde pacen
los rebaños, nos producen también un sentimiento agradable, pero plenamente
gozoso y amable... La noche es sublime, el día es bello”.
HACIA LA DECLARACIÓN DE PARQUES
NACIONALES
Será ya en los postreros años del
siglo XIX cuando la pasión por lo natural adopte la forma de nuevos
planteamientos en favor de la preservación de los espacios naturales más
sobresalientes e identificables con el mito del origen de las naciones y los
pueblos. A partir de 1860, la construcción de líneas de ferrocarril en muchas
partes del mundo abriendo la puerta de territorios de difícil acceso a grandes contingentes
de personas será uno de los motivos que impulsaron a muchos precursores de la
conservación de los espacios naturales a pronunciarse a favor de la declaración
de territorios protegidos, tanto debido a los problemas de impacto que se
podían prever, como a las facilidades de acceso y consiguiente incremento de
las oportunidades de visitas turísticas y expansión del conocimiento que se
abrían en muchos lugares.
Estados Unidos de América, que se
estaba erigiendo ya en la dominadora potencia en que se convertiría poco
después, es el país donde se producen los primeros pasos efectivos en la política
de declaración de espacios protegidos. Los viajes efectuados por el pintor y
escritor Georges Catlin por las Dakotas, Arkansas, Florida o los Grandes Lagos
y su preocupación por los efectos de la expansión de los pioneros sobre la vida
silvestre y las poblaciones indígenas suele considerarse uno de los inicios del
pensamiento conservacionista ligado a la protección de los grandes escenarios naturales.
Catlin, conocido por sus ilustraciones de nativos norteamericanos, escribió
sobre la necesidad de instaurar una política gubernamental de protección de la
naturaleza en forma de parques donde animales y personas vivieran en el marco
de la belleza natural.
En 1864, el Senado norteamericano
otorga al estado de California la protección del entorno del Pico del Granito,
situada en las montañas de Sierra Nevada del Condado de Mariposa, y los
paisajes sobresalientes de la cabecera del río Merced, es decir, la zona
conocida como Yosemite, con la condición expresa de ser preservador y cedida al
uso público y al recreo.
Aunque habitado desde hace siete
a diez mil, el valle de Yosemite no aparece en los relatos de los pioneros de
origen europeo hasta la década de 1830, pero será en 1851 cuando reciba una mayor
atención con la entrada de un batallón de soldados en su lucha contra los
indios locales. El hecho forma parte de la guerra iniciada tras la invasión de
las tierras indígenas por los mineros atraídos por el oro de Sierra Nevada. La
belleza del paraje atrajo pronto a visitantes más pacíficos, entre los que
destaca Galen Clark, conocido como el “Guardián de Yosemite”, un minero de
Nueva Escocia que se estableció en el valle ofreciendo alojamiento y comida en
su “Estación Clark” y que, posteriormente se convertiría en el primer
guardabosques del parque. La fama de Yosemite llevó al presidente Lincoln a
convertir el territorio de Yosemite en propiedad del estado californiano, en
una de las primeras medidas legales de este tipo en el mundo. Posteriormente,
los esfuerzos conjuntos de John Muir (quien sería primer presidente del Sierra
Club, fundado en 1892) y Robert Johnson (entonces editor del “Century Magazine”),
preocupados por la sobreexplotación ganadera a la que se estaba sometiendo la
zona, lograron conseguir la declaración en 1890 como parque nacional del
entorno del valle de Yosemite y del bosque Mariposa de grandes secuoyas. Solo
unos años antes, en 1879, el gobierno norteamericano había declarado
Yellowstone territorio protegido, considerado por ello como el más antiguo
cronológicamente. La declaración se adelantó solo unos meses a la que hizo el
imperio británico de un territorio próximo a la ciudad de Sidney, en Australia,
inicialmente bautizado como Parque Nacional y en 1955 renombrado como Parque
Real. Unos años antes, en 1863, se habían establecido leyes para la protección
de los paisajes escénicos de la isla de Tasmania.
En esos años finales del siglo
XIX se inició también la política de protección de grandes territorios
naturales en Canadá. Primero Banff, en 1885, y Glacier y Yoho al año siguiente,
ambos acogiendo paisajes de alta montaña representativos de las Montañas
Rocosas y su entorno. La terminación de la línea transcontinental por la
Canadian Pacific Railway de la línea de ferrocarril al atravesar los últimos
pasos de las Rocosas suponía poner a disposición del turismo zonas
anteriormente poco accesibles.
La tendencia se va extendiendo a
otros lugares. En Nueva Zelanda se crea el primer parque nacional en 1894:
Tongariro, en la isla Norte, un lugar que reúne las características de la montaña
volcánica y un lugar de profundo sentido mitológico para los maoríes.
Por su parte, el continente
africano había experimentado a lo largo del siglo XIX la exploración de un
interior desconocido y poco accesible por parte de los expedicionarios europeos.
Tras ellos llegaron los cazadores que impulsaron un activo y lucrativo negocio
que empezó a poner en peligro la viabilidad de muchas poblaciones animales, a
pesar de la amplitud de los espacios y la riqueza de las poblaciones, un
proceso que ya habían conocido las tierras norteamericanas. Sin embargo, o
quizás precisamente a causa de los intereses de la caza, no se dio en el
continente africano ninguna declaración estrictamente proteccionista de
espacios naturales del tipo de los parques naciones que empezaban a extenderse
por otros grandes territorios hasta la declaración en 1898 de la Sabie Game
Reserve como zona sin caza por Paul Kruger, presidente de la República de
Transvaal en Africa del Sur. Doce años más tarde se amplió el territorio sin
actividad cinegética y en 1926 se aprobaba la ley de Parques Naciones con la
declaración del Parque Nacional Kruger.
El mismo año de 1898 se crea el
primer espacio nacional protegido mejicano, aunque no fuera estrictamente un
parque nacional. Así, se calificó como Bosque Nacional el Monte Vedado del
Mineral El Chico, en el estado de Hidalgo, destinándose a “conservar los
bosques que existen en el terreno mencionado, estableciéndose en él la
vigilancia que sea necesaria”.
EL NUEVO SIGLO XX
El inicio del siglo XX trajo la
evidencia clara de que la industrialización y el incremento de la capacidad de
transformación del medio por las sociedades industriales modernas amenazaba
gravemente la existencia de extensos espacios naturales y paisajes
sobresalientes en todo el mundo. La advertencia caló en ciertas élites culturales
y se vio alimentada por el aumento de los viajeros con la apertura de rutas
hasta lugares antes poco accesibles. A la par que la urbanización, los cambios
de uso del suelo y la industrialización se extendían por el planeta, la lucha
de los pioneros de la conservación de espacios naturales ampliaba el embrión
creciente del movimiento mundial de parques nacionales.
Así, en Argentina, Francisco P.
Moreno dona en 1903 unas 7.500 has de tierras propias ubicadas en el actual
Parque Nacional Nahuel Huapí con el fin
de “mantener su fisonomía natural y de que las obras que se realicen sólo sean
aquellas que faciliten comodidades para la vida del visitante”, objetivos que,
como veremos, coinciden con la filosofía general de la declaración de espacios
naturales protegidos. Un año antes, Carlos Thays, un paisajista y urbanista de
origen francés creador del jardín botánico de Buenos Aires y que dotó de un
inconfundible aire parisino a muchos parques y avenidas de la capital
bonaerense, había planificado las bases para la creación del Parque Nacional
Iguazú, aunque su declaración tendría que esperar unos cuantos años más. En
1922 se creó finalmente el Parque Nacional del Sud, embrión del futuro Nahuel
Huapi que vendrá con la aprobación de la Administración General de Parques
Nacionales y Turismo, iniciándose la progresiva declaración de nuevos espacios
protegidos, pues tras Nahuel Huapi e Iguazú vendrían Lanín, Los Alerces,
Francisco Moreno y Los glaciares, etc.
La declaración de espacios protegidos en la forma de parques nacionales o similares se demoró sin embargo, en Europa. La razón debe buscarse probablemente en la propia concepción inicial de los parques nacionales como territorios salvajes y de amplia extensión, algo poco frecuente en un territorio sometido a una alta presión demográfica desde hacía siglos. Es cierto que existían antecedentes de protección del territorio y preservación de la fauna con restricción de usos, pero no se correspondían con los modernos criterios que conlleva el movimiento de parques nacionales, ligados al fomento de la educación ambiental y recreo de los ciudadanos y la conservación de paisajes grandiosos considerados primigenios. Por lo general, las medidas de protección de espacios se habían restringido a preservarlos de otros usos para permitir el mantenimiento de la caza por parte de las élites poderosas (monarquía y nobleza), como ilustra el caso paradigmático del Monte de El Pardo en Madrid, cuya caracterización como cazadero real se remonta al menos hasta 1405, año en el que Enrique III de Trastámara ordena construir un pabellón de caza en el lugar que hoy ocupa el posterior palacio de Carlos I reformado y ampliado por Carlos III[4]. Una situación histórica similar la presenta el bosque de Fontainebleau, cercano a París, con la misma pauta de espacio preservado por el interés de la realeza. Sin embargo, Fontainebleau se convertirá en un área protegida ya en 1861, antes de la declaración del parque nacional de Yellowstone y del Parque Nacional australiano, aunque en el caso de Fontainebleau pesaron en buen medida consideración artísticas de preservación de un espacio muy apreciado en la tradición pictórica francesa y con consideraciones que lo alejan algo del movimiento de parques nacionales.
Los primeros nueve parques
nacionales europeos se crearían en Suecia, un país con bastantes similitudes
con los territorios que ya habían concitado las declaraciones de áreas
protegidas en forma de parques: una baja densidad de población y amplios
territorios naturales de impronta salvaje. Así, en 1909, se declararon parque
nacional los territorios de Abisko, Stora Sjöfallet, Sarek, Pieljekaise,
Sånfjället, Hamra, Ängsö, Garphyttan y Gotska Sandön.
A Suecia le seguiría Suiza, otro
país con territorios asimilables a los conceptos que atraían a los pioneros de
los parques nacionales: extensos boques poco poblados e inhóspitas montañas.
Así, en 1913 un grupo de investigadores de la Academia Suiza de Ciencias
Naturales, tras explorar el Val Cluozza, solicitó al Parlamento la declaración
del Parque Nacional Suizo entre la Engadine y Münster, consiguiendo su
declaración en 1914.
España seguiría esta estela con
criterios similares relacionadas con la atracción de los paisajes de alta
montaña. Los territorios elegidos serían la Montaña de Covadonga, en Asturias,
y el valle de Ordesa, en Huesca, declarados ambos, por ese orden, en 1918, y
tras haberse establecido una breve Ley de Parques Nacionales en 1916.
En Italia, la zona de montaña del
Gran Paradiso había sido ya convertida en Reserva de Caza Real por Vittorio
Emanuele II en 1856 con el fin de evitar la extinción de las cabras monteses.
En 1920, Vittorio Emanuele III cede al gobierno italiano 2100 hectáreas para la
creación de un Parque Nacional que se declarará dos años después, en 1922.
Será entonces, en las primeras
décadas del siglo XX, cuando se extienden por el mundo las políticas de
conservación de amplios territorios bajo la figura de parques nacionales en un
proceso en el que intervienen tanto criterios de conservación de espacios
naturales sobresalientes como de prestigio internacional y defensa de valores
nacionales representados por los paisajes considerados ancestrales.
Como hemos visto, cuando se contemplan
las características de los lugares elegidos como primeros parques nacionales se
observa que en casi todos los casos coinciden con territorios y paisajes de
alta montaña. En muchos casos, además, existe algún factor añadido que otorga
al espacio un valor sentimental, mitológico o patriótico particular, aunque en
algunos casos pueda serlo a pesar de haber extirpado de él a las poblaciones
aborígenes que le concedieron dicho atributo con anterioridad. Esto no sólo
sucede en países como Nueva Zelanda (Tongariro contiene picos sagrados para los
maoríes y de hecho fue Horonuku -Te Heuheu Tukino IV-, jefe supremo de la tribu
de los Ngati Tuwharetoa quien lo donó para disfrute de europeos y maoríes),
pues también en países como España pesó la historia de la magnificada batalla
de las huestes de Pelayo contra las columnas musulmanas invasoras y la
tradición de la “santina” en la declaración de la Montaña de Covadonga como
primer Parque Nacional.
En el caso concreto de España,
los geógrafos Eduardo Martínez de Pisón y Miguel Arenillas Parra han definido
el periodo entre 1918 y 1955 como la “fase paisajística” de la historia de
declaraciones de espacios protegidos[5].
Es el tiempo en el que se añadieron a los dos primeros parques nacionales ya
comentados los territorios del Teide, Caldera de Taburiente y Aigües Tortes y
lago Sant Maurici. Esta etapa se vería continuada por otra, entre 1960 y 1981, calificada
como “naturalista en un sentido biológico”, durante la cual se declararían
Doñana, Daimiel, Garajonay y Timanfaya. En realidad, tanto la característica
inicial de declaración de espacios desde una óptica admirativa de los espacios
de alta montaña como la evolución posterior del concepto selectivo de espacio a
proteger, trascendiendo el marco estético para volverse más “biológico” no es
privativo de España y se observa en muchos otros países.
La falta de criterios
sistemáticos y rigurosos sin el establecimiento de prioridades previamente acordadas
en la selección de los territorios españoles a declarar espacios
protegidos fue observada ya en 1989 por los citados Martínez de Pisón y
Arenillas (son “fruto del azar, no son
sistemáticos ni representativos”, dirán), pero se puede hacer extensiva a
muchos otros países, manteniéndose en el tiempo con bastante posterioridad a la
fecha de la crítica de estos autores.
LA TRAYECTORIA ESPAÑOLA: ORÍGENES
Si España se incorporó pronto a
la lista de países que aplicaron la declaración de parques naturales a su
territorio se debió a un hombre excepcional enamorado de las montañas: Pedro
Pidal y Bernaldo de Quirós, Marques de Villaviciosa de Asturias. Como relatan
Eduardo Martínez de Pisón y Sebastián Alvaro en su recuerdo a la gesta de Pidal
y el “Cainejo” al conquistar la cima del Naranjo de Bulnes, ascensión que supuso
tanto el inicio del montañismo alpinista en España como un empuje en el anhelo
del aristócrata asturiano por ver preservados los valores de la alta montaña en
una ley: “En la noche del 5 de agosto de
1904 dos hombres bajaban cansados y hambrientos, resbalándose por la pedrera de
la canal del Camburero y buscando a gritos, en la oscuridad de la noche y el
vacío, algún pastor que pudiese darles cobijo donde recuperarse y pasar la
noche. Seguramente, en aquel momento, el aristócrata don Pedro Pidal y Bernaldo
de Quirós, marqués de Villaviciosa de Asturias, y Gregorio Pérez, un humilde
pastor del pueblo de Caín, no eran plenamente conscientes de que, con su
primera escalada al Naranjo de Bulnes, terminaban de escribir la primera página
de una historia llena de pasión y esfuerzo: la historia de la escalada en
España”[6].
Como un tardío reflejo de la pasión por las montañas proveniente del
romanticismo, en Europa algunos aristócratas apasionados por la naturaleza se
lanzaban en aquellos años del cambio de siglo a la conquista de las montañas.
Así, antes que Pidal, el conde de Saint-Saud ya había escalado la Torre Santa y
Peña Vieja, también en Los Picos de Europa. Pero, además de sus gestas
deportivas, Pedro Pidal, desde su privilegiada posición como diputado en
Cortes, primero, y senador vitalicio, después, y su amistad con el rey Alfonso
XIII, compañero de cacerías, acometerá la tramitación y aprobación de la Ley de
Parques Nacionales y de las dos primeras declaraciones en Picos de Europa y
Pirineos.
Esta fase inicial de la protección de espacios naturales está condicionada a la actividad singular de unas pocas personas entusiastas de las montañas y con capacidad de acción política. Los planteamientos que se exponen en las leyes aprobadas denotan la concepción que las impulsa:
“Señor: La Ley de Parques Nacionales dio a la Administración los medios
indispensables para declarar como tales aquellos lugares que pos la riqueza
excepcional de su fauna y de su flora importa conservar y proteger para los
fines de la cultura y de enaltecimiento del suelo patrio. Si los montes y los
valles conservan el aspecto peculiar de la Patria, en su primitivo estado
natural, integrando los recuerdos de sus orígenes, siendo el vivo testigo de
sus tradiciones y por sus bellezas forestales e hidrológicas, con las de sus
ambientes y horizontes, ha de merecer el dictado de Parques Nacionales…”
El texto y otros similares remiten
a las ideas ya comentadas de espacios prístinos e identificados con la patria y
sus paisajes originales, en una mezcla algo confusa de fervor nacional y anhelo
de proteger y asegurar su perpetuación y disfrute por los ciudadanos.
Esta etapa pionera dará
continuidad a una fase de mayor madurez en los planteamientos que alcanzará su
cénit con la II República. Las declaraciones de espacios, con denominaciones diferentes
de acuerdo sobre todo al tamaño territorial de cada uno, seguirán en esta etapa
apreciando preferentemente espacios y paisajes de montaña como el Monte de San
Juan de la Peña, la Dehesa de Moncayo, la Pedriza del Manzanares, el Pinar de
la Aceveda o la Cumbre, Circo y Lagunas de Peñalara. Sin embargo, la creación
de figuras de ámbito territorial reducido, como los Sitios y Monumentos
Naturales de Interés Nacional, permite la protección de paisajes o hitos
llamativos, bellos o de interés geológico, como la Ciudad Encantada de Cuenca,
el Picacho Virgen de la Sierra o el Torcal de Antequera, introduciendo así
nuevos aspectos selectivos en su contemplación.
En realidad, tras la declaración
de los dos parques nacionales, Pedro Pidal, que pasaría a ser designado
Comisario General de la Junta Central de Parques Nacionales, estimaba suficiente
impulsar estos dos espacios, que para él representaban los dos paisajes básicos
de la “montaña” y el “valle”, sin pretender la declaración de nuevos parques.
La Junta se componía de
representantes de diversos estamentos científicos y administrativos, permitiendo
una composición pluridisciplinar que, como luego veremos, se perdería durante
la etapa franquista. Como vocal representante de la Universidad Central ejerció
el geólogo Eduardo Hernández Pacheco, una figura clave en la evolución
posterior de la política de espacios protegidos. Al contrario que Pidal, Hernández
Pacheco era partidario de continuar con la declaración de nuevos espacios
protegidos en otros territorios. De hecho, los planteamientos del geólogo eran
bastante divergentes con respecto a los del aristócrata, más cercanos a la
concepción que hoy consideraríamos moderna. Frente a la visión “americanista”
de los grandes santuarios de la naturaleza que podemos ver reflejada en Pidal,
admirador de los escenarios de Yosemite y Yellowstone o de las cataratas de
Iguazú o del Niágara, que había visitado, Hernández Pacheco pretendía una
política de espacios naturales más realista y adecuada al marco territorial
español, coherente con su formación naturalista y una trayectoria personal
ligada a la Sociedad Española de Historia Natural y a la Institución Libre de
Enseñanza de las que formó parte activa.
Hernández Pacheco advirtió pronto
la necesidad de hacer compatible la política de protección de espacios
naturales con los aprovechamientos tradicionales que caracterizan todos los
rincones de la geografía española, incluidos los espacios de montaña, algo que
los diferencia considerablemente de la idea de los grandes santuarios intocados
que tanto admiraban a Pidal. Como recoge Santos Casado en su trabajo de
identificación de los primeros pasos de la ecología en España, el geólogo
pensaba que “los antiguos derechos de
algunos pueblos a los aprovechamientos de pastos y bosques de los Parques
impedían conservar aquellos parajes en las condiciones de pleno dominio de la
Naturaleza en que están los Parques Naturales de los Estados Unidos”[7].
Era necesario, por tanto, buscar la forma de dar un giro en la política de
declaración y concepción de los espacios protegidos, algo que encontró en la
figura de los Sitios y Monumentos Naturales, habilitada a partir de 1927. Se
incorpora así a la política de espacios protegidos una concepción territorial
más adecuada a nuestro territorio y su historia.
Frente a los dos únicos parques
nacionales creados desde 1918, complementados con un Sitio Nacional declarado en
1920, entre 1927 y 1936 se amparan 16 nuevos territorios bajo las figuras de
Sitios y Monumentos Nacionales.
|
Parques Nacionales |
Sitios Naturales y Monumentos Nacionales |
1918 |
Montaña de Covadonga Valle de Ordesa |
|
1920 |
|
San Juan de la Peña (Huesca) |
1927 |
|
Dehesa del Moncayo (Zaragoza) |
1929 |
|
Ciudad Encantada (Cuenca) Torcal de Antequera (Málaga) Picacho Virgen de la Sierra (Córdoba) |
1930 |
|
Pedriza de Manzanares (Madrid) Pinar de la Acebeda (Segovia) Cumbre, Circo y Lagunas de Peñalara (Madrid) Peña del Arcipreste de Hita (Madrid) |
1931 |
|
Sierra Espuña (Murcia) Monte El Valle (Murcia) |
1933 |
|
Cumbre Curotiña en Barbanza (La Coruña) Cabo Villano (La Coruña) Cabo de Vares (Lugo) Lagunas de Ruidera (Ciudad Real y Albacete) |
1935 |
|
Monte Alhoya (Pontevedra) |
Declaración de
espacios protegidos entre 1916 y 1936
Con Hernández Pacheco se impulsa
una nueva concepción de los espacios protegidos, haciendo girar en torno a ella
las nuevas declaraciones bajo criterios científicos más sólidos. Además, desde
1930 se pone en marcha una política de divulgación con la publicación de guías
y folletos que explican sus valores y facilitan su conocimiento, visita e
interpretación, algo que hoy formaría parte de la faceta de uso público de los
espacios protegidos, tan propia de la concepción actual de esta forma de
conservación de la naturaleza[8].
EL PARÓN DE LA DICTADURA
La llegada abrupta de la
dictadura del general Franco tras un golpe de estado y una larga y cruel guerra
paralizó muchos avances, entre otros la política proteccionista impulsada por
Hernández Pacheco. Aunque en su caso pudo seguir ejerciendo su cátedra de
Geología y la dirección del Museo de Ciencias Naturales, fue un caso
excepcional en una situación general en la que la mayoría de los científicos e
investigadores de estas instituciones tuvieron que exiliarse o fueron anulados
por la dictadura. De cualquier modo, la protección de espacios naturales no
estaba entre las preocupaciones del nuevo régimen, que integra las funciones de
la Comisaría de Parques Nacionales en un Consejo Superior de Caza, Pesca, Cotos
y Parques Nacionales ya en 1940. La pérdida de autonomía y competencias y el
desinterés por el asunto de la conservación de la naturaleza eliminará la
política proteccionista durante al menos quince años.
En 1954, a pesar de continuar los
parques nacionales sometidos administrativamente al Consejo Superior de Caza y
Pesca, que había sido remodelado en varias ocasiones, se declaran dos nuevos
parques nacionales en territorios canarios: Teide en Tenerife y Caldera de
Taburiente en La Palma. Al año siguiente, la red de parques nacionales se
amplía con la declaración de Aigües Tortes y lago San Mauricio, en el pirineo
leridano. Mientras tanto se mantiene vigente la Ley de Parques Nacional de
1916.
¿Cuál es el motivo que impulsan
la reanudación en la declaración de estos tres nuevos parques tras un largo
periodo de parálisis? Son los años en los que el régimen franquista trata de
blanquearse mediante su reconocimiento por los Estados Unidos, más interesados
en su papel de muro anticomunista y territorio de alto valor geoestratégico
para la ubicación de bases militares que en su nulo ejemplo como democracia y
respeto a los derechos humanos. La opción económica de un régimen dictatorial,
pacato y autárquico es abrirse a los nuevos aires del turismo como salida
económica a las graves penurias del país. Y Canarias es un excelente lugar para
experimentar las nuevas propuestas desarrollistas de la industria turística, de
forma que los dos primeros casos se localizan allí, mientras el tercero elige un
espacio de montaña fronterizo con Francia, siguiendo la estela de selección de
paisajes de montaña que con distintas vertientes también caracterizan en parte a
las dos elecciones canarias.
En 1957 se aprueba una Ley de
Montes que pone fin a la normativa existente sobre parques nacionales de 1916. La
nueva Ley destina un capítulo a los Parques Nacionales, pero no modifica esencialmente
la definición y enfoque de cuarenta años atrás. Cinco años más tarde, en 1962,
se aprueba el Reglamento de dicha Ley, donde se desarrolla algo más la figura
de los espacios protegidos.
La nueva situación legislativa impulsa
la declaración de nuevos parques nacionales. En 1969 será Doñana, en 1973, las
Tablas de Daimiel y, en 1974, Timanfaya. Los criterios de selección aplicados
ahora son variados y heterogéneos, aunque en los dos primeros la presión
internacional será el factor determinante.
En el caso de Doñana se trata de un
coto de caza donde uno de los Duques de Medina Sidonia levantó un palacio para
su esposa, Doña Ana Gómez de Mendoza y Silva, de quien adoptará el nombre. En
este caso, el motivo de la declaración radica en la campaña de presión llevada
a cabo por un movimiento internacional a favor de la protección del enclave,
amenazado precisamente por el incremento de las actividades turísticas y de
construcción de infraestructuras relacionadas que también había impulsado la
reanudación de las declaraciones de espacios protegidos. El origen concreto
está en la llamada de atención de 1952, cuando el biólogo José Antonio Valverde
propone acometer acciones de protección internacional en un Congreso
Internacional de Ornitología donde destaca la relevancia biológica de Doñana. Con
su llamada de atención se inicia un flujo de visitas científicas (“Doñana
Expeditions”) que condice a la adquisición en 1963 de 7.000 has por el recién
creado Fondo Mundial para la Naturaleza, que trata de atajar así la amenaza de
urbanización de la costa que bordea el espacio natural. La campaña
internacional empuja al Estado español a declarar Doñana, ya en 1969, como
Parque Nacional, a la par que se declara la localidad de Matalascañas como
núcleo turístico de interés nacional en un doble juego. El territorio adquirido
y donado al Estado español se convertirá en el embrión de la Estación Biológica
de Doñana, gestionada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
que constituirá el núcleo inicial del Parque Nacional.
La historia de la protección de
las Tablas de Daimiel también deriva de una contingencia particular, como fue
el hecho de la aprobación en 1956 de un gran proyecto de desecación de
humedales en la cuenca del Guadiana afectando a sus afluentes Záncara y
Gigüela. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN)
incluirá en sus propuestas internacionales de áreas prioritarias a proteger la
zona de desbordamiento del Guadiana y del Gigüela, un territorio conocido como las
Tablas de Daimiel y antiguo cazadero de aves acuáticas que había atraído a
personajes como el General Prim o Alfonso XII.
En 1973 se declara el Parque
Nacional, pero ya se había iniciado el proceso de desecación de humedales,
canalización de ríos y, sobre todo, el brutal sistema de sobreexplotación de
los ricos acuíferos de la zona que fueron eliminando a gran velocidad los procesos
de formación de lagunas, como los llamados “Ojos del Guadiana”, e hiriendo de
muerte al recién creado Parque Nacional.
Con los parques de Doñana y
Daimiel se inaugura la inclusión de las zonas húmedas como objetivos de
declaración de parques nacionales en España. El criterio forma parte de los
nuevos aires que refrescan las políticas de selección de espacios naturales
que, en estos años, empiezan a superar las visiones tradicionales heredadas. La
especial valoración de los hábitats importantes para las aves, reflejo de la
importancia de las sociedades ornitológicas en el movimiento mundial de
conservación de la naturaleza, lleva a una particular valoración de los
humedales. De hecho, en 1971 se acuerda en la ciudad iraní de Ramsar un
Convenio internacional para la protección y conservación de este tipo de
ecosistemas, haciéndose específica referencia a los humedales “especialmente
como hábitat de aves acuáticas”.
El caso de Timanfaya hay que
relacionarlo, sin embargo, con el proceso iniciado años antes en el Teide y
Caldera de Taburiente de declaración de espacios volcánicos sobresalientes en
unas islas tan impresionantes en lo natural como atractivas desde la vertiente
del turismo como son las Canarias.
Son años, pues, en los que la red
de parques nacionales se inscribe en una política nacional de fomento del
turismo, lo que le conceda una particular importancia, a la par que sesga a
menudo los objetivos conservacionistas al supeditarlos a los de la promoción
económica. En todo caso, el Estado decide reorganizar, en pasos sucesivos, la obsoleta
organización administrativa creando, en 1971, el Instituto nacional para la
Conservación de la Naturaleza (ICONA), dentro del cual se inscribe un servicio encargado
de los Parques Nacionales. Con los últimos estertores del régimen franquista,
el 2 de mayo de 1975 se aprueba una nueva Ley de Espacios Naturales Protegidos
(Ley 15/75) en un momento en el que ya hay declarados 19 sitios naturales, de
los que tan solo 4 lo fueron en la etapa de dictadura, que se extienden por una
superficie de 21.322 hectáreas, así como 8 parques nacionales con una extensión
total de 90.395 hectáreas. En total, la superficie protegida en 1975 no llegaba
a las 112.000 hectáreas, es decir, apenas un 0,22% del territorio español.
LOS ESPACIOS NATURALES PROTEGIDOS
EN EL NUEVO RÉGIMEN DEMOCRÁTICO ESPAÑOL
Desde la vertiente de la
protección de espacios naturales, los primeros momentos de la transición
democrática presentan una línea continuista marcada por el desarrollo de la Ley
15/75. La reclasificación de los espacios ya declarados para adecuarlos a la
nueva normativa supondrá en algunos casos la ampliación de los territorios
iniciales, manifiestamente exiguos. La aplicación legislativa supone, además,
adaptar los espacios declarados a alguna de las cuatro categorías de protección
de la nueva Ley (Reservas Integrales de Interés Científico, Parques Nacionales,
Parques Naturales y Parajes Naturales de Interés Nacional). Así, entre 1978 y
1982 se reclasifican los Parques Nacionales de Doñana, Tablas de Daimiel,
Cañadas del Teide, Caldera de Taburiente, Timanfaya y Ordesa y Monte Perdido. Además
se declara, en 1981, Garajonay, en la isla de Gomera, como parque nacional,
continuando la línea de protección de espacios singulares canarios. Mientras
tanto, y también hasta 1982, se crean o reclasifican doce Parques Naturales.
De esta manera, en 1982 hay nueve
Parques Nacionales, con una superficie total de 50.500 hectáreas, y doce
Parques Naturales, con una extensión territorial total similar. En conjunto,
pues, entre los Parques Nacionales y los Naturales hay alrededor de 101.000
hectáreas de territorio protegido.
Parques Nacionales |
Parques Naturales |
Doñana (Huelva) Tablas de Daimiel (Ciudad Real) Cañadas del Teide (Tenerife) Caldera de Taburiente (La Palma) Timanfaya (Lanzarote) Garajonay (La Gomera) Ordesa y Monte Perdido (Huesca) Covadonga (Asturias y León) Aigüestortes (Lérida) |
Dehesa del Moncayo (Zaragoza) Torcal de Antequera (Málaga) Lago de Sanabria (Zamora) Sierra Espuña (Murcia) Hayedo de Tejera Negra (Guadalajara) Monte Alhoya (Pontevedra) Cuenca Alta de Manzanares (Madrid) Monfragüe (Cáceres) Laguna de Ruidera (Ciudad Real – Albacete) Monte El Valle (Murcia) Islas Cíes (Pontevedra) Dunas de Corralejo e Isla Lobos (Fuerteventura) |
Parques Nacionales
y Parques Naturales en 1982.
Ese año 1982 supondrá un punto claro de inflexión en la trayectoria de la política de espacios naturales protegidos como consecuencia de la descentralización administrativa y política que incluye el traspaso de competencias en materia de conservación de la naturaleza desde la Administración Central a las Comunidades Autónomas. El proceso se acelerará llamativamente desde 1986, con un pico marcado de declaraciones de nuevos espacios en 1989.
Paralelamente a la ampliación en el
número de espacios declarados y el incremento de la superficie total protegida se
evidencia una gran heterogeneidad en el comportamiento de las comunidades
autónomas, que adoptan muy diferentes estrategias en materia de conservación de
espacios protegidos. Algunas inician procesos muy ambiciosos de declaración
(Andalucía), mientras otros se mantienen prácticamente inactivos (La Rioja). Además,
cada Comunidad genera su propia normativa no coordinada ni relacionada con las de
sus vecinos ni tampoco alineada con criterios internacionales, lo que genera
una confusa y caótica proliferación de figuras y nombres que complican
enormemente el panorama general de figuras y mecanismos de conservación y
gestión de espacios protegidos en el conjunto del país.
En 1989 las Cortes Generales
aprueban una nueva normativa (La Ley 4/89 de Conservación de Espacios Naturales
y de la Flora y Fauna Silvestre) que pretende actualizar y adecuar
constitucionalmente la política estatal marco de espacios protegidos. Esta
importante ley incorpora interesantes y valiosos mecanismos de planificación,
aunque fracasará en otros aspectos como los de fomentar la coordinación o la
homologación de las figuras de declaración de espacios por las Comunidades
Autónomas. La confusión reinante entre una descentralización deseada y la
descoordinación manifiesta marca en este, como en otros asuntos, el proceso de
transición de un estado monolítico a un estado cuasifederal en el que las
ansias por diferenciarse amparan en ocasiones situaciones estrambóticas. Por
otra parte, la impugnación de una parte de la ley ante el Tribunal
Constitucional y la sentencia de éste, que se retrasará hasta 1995, concediendo
la razón a algunas de estas impugnaciones, motiva la necesidad de anular
algunos artículos y redactar de nuevo ciertas partes de la normativa,
complementándola con dos leyes aprobadas en 1997 (Ley 40/97 y Ley 41/97).
A mediados de 1994 la situación
de los espacios protegidos en España refleja esa situación irregular y algo
confusa, aunque esperanzadora en cuanto al mayor interés de las
administraciones por los espacios protegidos. Así, según el Centro de
Documentación de Parques Nacionales, entonces en el ICONA, había ya 514
espacios protegidos mediante 21 tipos principales de declaraciones, suponiendo
2.485.347 hectáreas, es decir, algo más del 4,9% del territorio total. La
variedad de situaciones de acuerdo con las Comunidades Autónomas es elevada,
aunque los totales de superficie declarada protegida tampoco ofrecen toda la
información, dado que los términos de la protección no son tampoco comparables.
A finales de 1999, en una
recopilación realizada por Europarc-España la cifra de espacios naturales
protegidos alcanzaba los 536 espacios, con una superficie total de 3.330.399
hectáreas, de las que la mayor extensión (el 80,6% de ese territorio) era asimilable
al concepto de Parque Natural (que incluye otras denominaciones como “Parque
Regional”, “Parque Comarcal”, “Parque Rural”, “Parque Periurbano”, Reserva de
la Biosfera” y “Parque”, con un total de 126 espacios declarados bajo alguna de
estas denominaciones). Los Parques Nacionales eran 12, con una extensión total
de 315.856 hectáreas, representando un 9,5% del total de la superficie
protegida. Por otra parte, las figuras más utilizadas al declarar la protección
de espacios fueron las asimilables a Reserva Natural (con una decena de otras
denominaciones similares), que a finales de 1999 alcanzan las 141, aunque al
ser por lo general de extensión reducida suponían en conjunto apenas el 2,2 %
del territorio protegido o algo más de 75.000 hectáreas. Algo similar ocurría
con las figuras del tipo “Monumento Natural”, de las que había por entonces 107
declaradas, pero cuya superficie conjunta apenas superaba las 53.000 hectáreas[9].
Pero el nuevo cambio vendría
desde Europa. La aprobación comunitaria en 1992 de la Directiva “Hábitat”
(“92/43/CEE relativa a la conservación de los hábitats naturales y de la fauna
y flora silvestre”) y la consiguiente obligación de su transposición a la
legislación española, realizada de forma insatisfactoria mediante normativas de
“apuntalamiento” por parte del gobierno español, situaron la ley marco de
conservación de la naturaleza ante la necesidad de una nueva actualización que
se fue retrasando hasta la promulgación de la Ley 42/2007 del Patrimonio
Natural y de la Biodiversidad, abriendo así paso a una nueva etapa de
conservación y gestión de los espacios naturales más propia del siglo XXI y aún
por culminar.
[1] J.A.
Pascual Trillo. 2023. La cuarta cultura. Popular. Madrid.
[2] J.
Diamond. 2005. Collapse. Viking.New York. (Trad. cast: Colapso.
Debate. Barcelona. 2006)
[3] L.
Urteaga. 1987. La Tierra esquilmada. Las ideas sobre la conservación de la
naturaleza en la cultura española del siglo XVIII. Serval-CSIC. Barcelona y
Madrid.
[4] J.A.
Pascual Trillo. 1992. Ecología, historia y conservación de la naturaleza en
el Monte de El Pardo y su entorno de la cuenca alta del río Manzanares.
Pág. 89-136 en: VV.AA. El Monte de El Pardo. Asamblea de Madrid. Madrid.
[5] E. Martínez
de Pisón y M. Arenillas Parra. 1989. Inventario y calificación de los
espacios naturales españoles. Pág: 843-849 en: VV.AA. Coloquio hispanofrancés
sobre espacios naturales. Supervivencia de los espacios naturales. Casa de
Velázquez - Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. Madrid.
[6] Martínez
de Pisón, E. y Álvaro, S. 2002. El sentimiento de la montaña. Desnivel.
Madrid.
[7] Casado
de Otalola, S. 1997. Los primeros pasos de la ecología en España.
Publicaciones de la Residencia de Estudiantes – Ministerio de Agricultura,
Pesca y Alimentación. Madrid.
[8] Pascual
Trillo, J.A. 2007. La gestión del uso público en espacios naturales.
Miraguano. Madrid.
[9] Múgica
de la Guerra, M. y Gómez-Limón, J. (coord.). 2002. Plan de acción para los
espacios naturales protegidas del Estado español. EUROPARC -España. Ed.
Fundación Fernando González Bernáldez. Madrid