El mito fundacional del crecimiento
Las sociedades humanas se asientan sobre
mitos fundacionales. Para ello inventan mitologías explicativas y directoras.
Según la vieja visión de Sir James George Frazer, expuesta en su libro de 1922
“La rama dorada”, primero fue la magia y luego vino la religión antes de dar
paso a la tercera baza interpretativa, la ciencia. Sea o no totalmente cierta la
secuencia, cada nueva etapa no exige necesariamente el abandono del pilar o
pilares anteriores sobre los que se sustentaron las sociedades precedentes.
Quiere decirse que, aun en estos tiempos de primacía supuesta de la ciencia en
la forma de entender el mundo, se mantiene la religión y, cómo no, por debajo
subyace con no poco vigor la magia y los mitos.
Los mitos son argumentaciones simples, de
asimilación fácil y translación sencilla, que sustentan los valores sociales
sobre los que se yergue la estructura más básica de las culturas y las
civilizaciones humanas. En algunos casos aparecen recogidos en narraciones o
relatos ancestrales, a menudo dotados de un nivel estético o literario
relevante y acrecentado por el valor social que se otorga a su mensaje. También
pueden estar representados por leyendas de tradición oral, aparecer en motivos
escultóricos, determinar ciertas características de las construcciones
arquitectónicas o quedar contenidos en representaciones gráficas. Lo importante
es que sobre ellos se asiente buena parte de las maneras de ver y entender las
relaciones que mantienen los humanos de una sociedad concreta entre sí y con su
entorno. Los mitos fundacionales delimitan muchos de los objetivos y metas
sociales y orientan sobre las maneras en que se pueden (y se deben) alcanzar.
Esconden gran parte de los ejes éticos y morales de la tribu, la población o la
nación que se asienta en ellos y dan la medida con la que calcular la
aceptabilidad de las actuaciones y comportamientos. Constituyen, pues, la parte
más profunda de los códigos sociales.
Quienes buscan transformar la sociedad en la que
viven tienen, por tanto, como tarea esencial identificar esos mitos sobre los
que aquella se basa, analizarlos, ponerlos en evidencia, criticarlos y buscar
la mejor manera de combatirlos. Por eso, la verdadera esencia de un pensamiento
conservador reside en amurallar sus mitos sociales e impedir que se vuelvan
vulnerables a los ojos e intelectos de los críticos.
En mi libro “La cuarta cultura”[1]
indagué sobre la necesidad de trascender desde la sociedad industrial actual,
heredera de las culturas cazadoras-recolectoras y agroganaderas precedentes,
asentada en la disponibilidad aparentemente infinita de energía y la
consiguiente capacidad transformadora de la tecnología, hacia una sociedad
capaz de integrase y ser sostenida por la naturaleza. Se trata, argumentaba en
base a una prolija documentación, de un cambio necesario y urgente, algo que han
puesto de manifiesto la enormidad de los problemas ambientales presididos por
la pérdida de diversidad biológica y el cambio climático.
Por eso, para guiar ese necesario cambio de
paradigma cultural resulta indispensable reflexionar sobre el sustrato
mitológico en el que se asienta nuestra actual sociedad mundial, el mismo que
nos ha conducido hasta el drama socioambiental actual. La mal llamada
transición ecológica (pues se trata más bien de una transición social, dado que
la ecología como fundamento del funcionamiento natural no va a cambiar) exige
ese análisis sobre los fundamentos de los mitos que proceden no solo de los
albores de la revolución industrial, sino incluso de la neolítica antecesora,
los dos grandes hitos de cambio en la historia de la humanidad.
Probablemente el mito más ancestral y básico sobre
el que medra la sociedad actual sea el del crecimiento. Ancestral porque hunde
sus raíces en el surgimiento de las sociedades agrarias, un acontecimiento
dilatado durante siglos que se conoce, tal vez no muy acertadamente, como
revolución neolítica. Numerosos relatos sacralizan ese mito en diferentes
culturas a las que el historiador Felipe Fernández-Armesto ha denominado “las civilizaciones de los relucientes campos
de barro”[2].
Entre los más conocidos está el del Génesis, donde se contiene una de las
referencias más nítidas sobre las que se asentó el fundamento de la tradición
judeocristiana. "Procread y
multiplicaos y henchid la tierra" era el mandato que Jehová dio a la
primera pareja humana una vez culminada la creación.
Las nuevas sociedades agrarias neolíticas,
que comenzaron su andadura hace diez mil años (las más tempranas), basaron su
supervivencia en el crecimiento porque de él dependía su capacidad de producir
lo suficiente para alimentarse y sobrevivir. Fue un cambio radical con respecto
a sus antecesoras, las formas de vida cazadora y recolectora. Para la caza y la
recolección presidía el mandato de la contención, de la estasis, de la
moderación. En esas culturas, los límites vienen impuestos por la ecología de
la producción natural, que deriva de los mecanismos reguladores y
estabilizadores de la naturaleza. No sucede lo mismo con la actividad agrícola
y ganadera, donde la productividad forzada constituye la clave, alineándose con
la noción de crecimiento. Es la capacidad (y la necesidad surgida de ella) que
aporta el tamaño la que concedió la ventaja a los modos agropecuarios frente a
los forrajeros. El aumento en el tamaño de las nuevas sociedades neolíticas es
la clave explicativa que encuentran historiadores y antropólogos a un cambio
social que resulta difícil de explicar desde el momento en el que las
investigaciones revelaron una insospechada precarización de la vida y la salud
de los habitantes de las primeras culturas agrarias asentadas frente a las de
sus antecesores. Así opinaba Jared Diamond, en su influyente libro “Armas, gérmenes y acero”[3] al aludir a la mayor capacidad
ofensiva de los pueblos agrícolas (basada en buena parte en su tamaño) como
explicación, junto a otros factores como la reducción en la disponibilidad de
los alimentos silvestres, ciertos cambios climáticos locales o la evolución
acumulativa de las nuevas tecnologías agrarias, para explicar el evento
neolítico.
Fernández-Armesto, por su parte, alude
a la confluencia entre la nueva forma de vida y el cambio de paradigma
religioso. Dice: “Arar o plantas y
sembrar o irrigar son acciones que tienen que ver con la idea de culto; son
ritos, relacionados con el nacimiento y la crianza de un dios del que uno va a
alimentarse, que suponen un intercambio de sacrificios: trabajo a cambio de
alimento” [4].
La necesidad de defender y ampliar las
incipientes ciudades agrarias creadas bajo el nuevo modelo de vida y proteger
de la codicia de otros (las sociedades neolíticas inventan el concepto de
propiedad) sus excedentes almacenables orienta las nuevas sociedades hacia la
diferenciación interna del trabajo, lo que conducirá a la segregación y la
jerarquización social, abriendo la puerta a la especialización de castas de
guerreros, campesinos, élites dirigentes y sacerdotes, entre otras. El cambio
en la forma en la que se obtienen los alimentos y los recursos lleva aparejada
toda una revolución social y el surgimiento de un nuevo paradigma cultural[5].
Las sociedades industriales, surgidas de la
revolución científica e industrial que sacudió los cimientos sociales entre los
siglos XVII y XIX, no solo no cuestionó la mitología crecimentista de las
culturas agrarias precedentes, sino que las llevó un paso adelante más.
Fascinados por el poder que supone la capacidad de transformación del mundo
mediante el control de la energía, se convirtieron en modernos aprendices de
mago, pronto incapaces de controlar la dimensión de sus poderes. Hoy, nuestras
avanzadas sociedades industriales permanecen ancladas en la referencia
fundacional del arcaico mito del crecimiento sin advertir la imposibilidad real
de su mantenimiento indefinido. Como un dogma incuestionado del pasado, el mito
de profundas raíces del crecimiento sostenido dirige hoy el mandamiento del
político, el anhelo del economista o el objetivo de las naciones. Crecer sigue
siendo hoy la verdadera religión de la sociedad. ¿Qué programa político osa
pedir el abandono del crecimiento económico como meta social? ¿Qué economía no
incluye entre sus aspiraciones la de crecer? ¿Qué nación renuncia a seguir
aumentando su dimensión y el número de sus habitantes? ¿Qué sociedad niega el
objetivo de pretender seguir creciendo? Y ello a pesar de que, en realidad, el
crecimiento por el crecimiento es, simplemente, la filosofía de la célula
cancerosa, ese error genético de gravísimas consecuencias para el
funcionamiento y la supervivencia del organismo.
No siempre fue así, desde luego. Los
cazadores y recolectores, esa primera cultura que presidió casi el 90% del
tiempo de la historia humana, no fundamentaron sus mitos en el crecimiento por
la sencilla razón de que su manera de existir pedía a sus unidades sociales
(las tribus, los clanes) mantener un tamaño reducido a fin de subsistir
extrayendo los recursos de un medio natural cuya productividad era siempre más
o menos constante. Por eso no encontraremos entre estos pueblos referencias
míticas al crecimiento, sino solo a la supervivencia del pequeño grupo y al
conocimiento de los factores externos que lo condicionan. Sus divinidades eran
las fuerzas de la naturaleza que podían amparar o atacar a la propia tribu y a
las que convenía conocer, evitar y, en la medida de lo posible, mantener
contentas.
El mito necesario del crecimiento surgió, sin
embargo, con fuerza en las sociedades neolíticas, impregnando sus culturas y
encarnando sus mitos fundacionales. En ellas sí es preferible ser más grande
que los otros. De la tribu se saltó a la ciudad como unidad de vida colectiva,
y de la ciudad a los imperios en un bucle creciente de realimentación positiva
(más crecimiento lleva a más necesidad de crecimiento) que se antojó imparable
e incuestionable.
Desde luego que las nuevas sociedades
agrarias permitieron avances culturales de enorme calado. Junto a la
sedentarización inventaron la escritura como medio de custodia y transmisión de
los mitos. Una escritura encargada, en la nueva división social del trabajo que
también experimentan, a una clase social específicamente creada para ello:
escribanos, sacerdotes y burócratas dedicados a elaborar, salvaguardar e
interpretar los relatos míticos de la sociedad, algo que nunca alcanzaron de
forma autónoma las sociedades cazadoras y recolectoras, cuya forma de
transmisión de los mitos se limitaba a la tradición oral.
La forma de producción agraria creó la posibilidad
de generar recursos y, con ellos, la de incrementar la población tanto absoluta
como en términos de densidad demográfica. Pero los límites al crecimiento se
hicieron evidentes pronto, una y otra vez, de forma recurrente a lo largo de la
historia de todas las sociedades agrarias. Hambrunas, pestes, guerras o
mortandades masivas constituirán sus particulares jinetes del Apocalipsis. Lo
que Malthus teorizó en el siglo XVIII no fue sino la constatación de una
realidad que venía acompañando a los pueblos agrarios desde sus albores, unos
10.000 años atrás. Como saben los biólogos que trabajan en dinámica de
poblaciones, todas ellas manifiestan dos fases diferenciadas en su evolución.
Una, en la que prima el vórtice del crecimiento acelerado, se basa en un bucle
vertiginoso de realimentación positivo que responde al crecimiento con más
crecimiento. La otra, posterior, donde se manifiestan los límites que imponen
los recursos, haciendo que el bucle de realimentación se torne negativo (¡qué
paradoja de denominación!), es decir, estabilizador. Con ello, el crecimiento
se reduce para ajustar la población (en el mejor de los casos) en un nivel
acorde con el espacio y los recursos disponibles. La población puede alcanzar
esa fase de estabilidad de forma no traumática o de manera catastrófica,
pudiendo surgir fluctuaciones, vaivenes o el desastre representado por la
extinción.
Es lo que les ocurrió a las sociedades
agrarias. Algunas se estabilizaron, otras se expandieron ocupando nuevos
espacios en una carrera limitada en algún momento, y otras colapsaron, como
recordaba Diamond en los capítulos de su monumental “Colapso”[6].
En las sociedades humanas podemos discernir
entre dos tipos de crecimiento, aunque estén tan inextricablemente unidos que
resultan bastante inseparables. De un lado está el crecimiento demográfico: el
aumento de la población. De otro, el crecimiento económico. En el primero, la
dimensión material resulta fácilmente advertible, por lo que fue el que antes
atrajo la atención de quienes de forma clarividente advirtieron antes la
inevitabilidad de unos límites al crecimiento. Del segundo, la abstracción que
supone el concepto de riqueza o de valor económico volvió más difícil la
percepción de los límites que, sin embargo, aparecieron por el lado de sus
consecuencias sobre la viabilidad de los ecosistemas naturales que nos
sostienen, es decir, sobre la sostenibilidad ecológica.
Una visión rápida de la aceleración
experimentada por el primero de los crecimientos, el demográfico, permite
asomarse con cierta facilidad al vértigo de lo insostenible: si los primeros
mil millones de habitantes humanos de la Tierra se alcanzaron probablemente
alrededor del año 1804, solo tuvieron que pasar 123 años más hasta conseguir
sumar otros mil millones de personas (en 1927, aproximadamente). La siguiente
tanda de mil millones tardó en añadirse tan sólo treinta y tres años más (en
1960), completando los tres mil millones de habitantes. Solamente catorce años
más (1974) se necesitaron para llegar hasta los cuatro mil millones. Trece más
(1987) para conseguir los cinco mil millones. Sólo doce para los seis mil
millones (1999), otros doce para los siete mil millones (2011) y apenas once
para los ocho mil millones (2022, oficialmente el 15 de noviembre, según
Naciones Unidas). ¿Es preciso decir que ese ritmo de crecimiento es imposible
de mantener mucho tiempo más? ¿Tan difícil resulta advertir que no es posible
continuar con un comportamiento demográfico como el que viene manifestando la
humanidad desde el establecimiento de las primeras sociedades industrializadas,
allá por el siglo XIX? ¿Seguiría clamando hoy el Jehová del Génesis por un
mandato tan inasumible?
Puede parecer absurdo pensar que alguien se
manifestaría hoy en contra de la evidencia que exige abandonar un
comportamiento demográfico de este calibre, pero no es así. Y no resulta
sorprendente comprobar que las voces contra los cambios han venido
tradicionalmente desde los estamentos encargados de custodiar y preservar la
tradición y las normas: las castas que custodian los dogmas y los mitos, es
decir, los líderes de las grandes religiones y, a su lado, muchos gobiernos
interesados en afianzar unas posiciones asentadas en el poder que otorga el
número, aquello que advirtieron muy pronto las primeras sociedades neolíticas.
El análisis de las causas de la oposición
intransigente (y, en muchos casos, verdaderamente criminal, si nos atenemos a
sus consecuencias) a alcanzar un estado demográfico estacionario nos lleva a la
conclusión de que tiene que haber un gran número de factores actuando. En esa
oposición encontramos desde argumentaciones más o menos peregrinas, adheridas
con el pegamento de la ceguera dogmática del seguimiento estricto a supuestos
mandamientos divinos (por tanto, justificaciones mitológicas de aquellas ideologías
que anclan sus verdaderas raíces en otros terrenos), hasta manifestaciones más
o menos evidentes del argumento simple pero poderoso de que cuantos más
súbditos tenga una religión, una nación o un colectivo determinado, mayor será
su fuerza y su poder (y, sobre todo, quien los lidera).
Pero no hay que irse muy lejos para comprobar
el peso de la demografía en la determinación de las decisiones políticas. Lo
encontramos en la misma Europa Occidental, donde el reparto de votos entre los
estados de la Unión Europea mantiene una vinculación estrecha con el número de
habitantes que posee cada uno de los países que la conforman. El criterio,
indudablemente democrático, tiene la perversa consecuencia de que, al agruparse
los ciudadanos por estados, la influencia de los gobiernos que los representan
depende de su demografía. Si un estado crece en habitantes, ampliará su peso
político relativo. Ocurre lo mismo en el interior de los estados con sus
regiones componentes y, dentro de ellas, en ciudades y pueblos. En gran medida,
el tamaño concede poder y quienes lo encarnan se ven fácilmente atraídos por esa
relación.
La vinculación entre tamaño y poder, sea este
económico o político, nos resulta lógica y racional (y lo es bajo el modelo
social en el que nos desenvolvemos), fomentando las actitudes favorables al
mayor crecimiento posible. El problema es que sabemos con certeza que se trata
de una opción inviable de forma indefinida (sostenida). Por ello, resulta
importante reflexionar sobre la manera en la que consigamos disociar poder y
tamaño con el objetivo de evitar seguir cayendo en la trampa del crecimiento (insostenible)
en el que ahora mismo ya estamos inmersos.
Si el crecimiento demográfico fue un mandato
convertido en mito fundacional de las culturas neolíticas que apostaron por
formas de producción controlada de los recursos gracias a la agricultura y la
ganadería, y crearon un nuevo sistema social en el que el tamaño de las huestes
propias daba la medida de viabilidad de la nueva sociedad, el posterior crecimiento
de la economía fue el añadido propio que las sociedades industriales hallaron
en el dominio tecnológico y la explotación de los recursos energéticos fósiles.
Una nueva forma de expansión que suponía multiplicar el poder del número de
habitantes (ahora productores y consumidores) por el poder de la capacidad
transformadora. Ambos crecimientos, pretendidamente sostenidos (es decir,
mantenidos en el tiempo) se mostraron pronto como objetivos marcadamente
insostenibles, convirtiendo los mitos fundacionales de agroganaderos e
industriales en peligrosas aspiraciones sociales por inviables y generadoras de
una degradación ambiental que alcanza ya la dimensión planetaria. Un
crecimiento sostenido e insostenible. No se trata de juegos de palabras. Es,
por el contrario, una realidad palpable en la velocidad de la alteración
ambiental (la pérdida de biodiversidad, el cambio climático…) por más que tantos
líderes políticos y económicos sigan ofertando en sus programas estas
pretensiones. Nada hay más cercano hoy a la idea de un programa político
reaccionario e imposiblemente utópico que el indefinido crecimiento sostenido que
sigue presidiendo las aspiraciones sociales bajo el mito fundacional más
inalterado desde que alguien sustituyó la recolección por la supuesta
producción.
[1]
La cuarta cultura (Ed. Popular, 2023)
[2]
En su libro “Civilizaciones. La lucha del
Hombre por controlar la naturaleza” (Taurus, 2002), donde Fernández-Armesto
hace un amplio repaso a su interesante propuesta de entender las civilizaciones
como “intentos culturales de readaptar el entorno”. Las civilizaciones de los
“relucientes campos de barro” incluyen las culturas del Medio Oriente que
asisten a la llamada revolución Neolítica y darán origen a buena parte de las
culturas agrícolas que se expandirán por el Mediterráneo y Europa.
[3]
Ed. Debate, 1998.
[4]
Civilizaciones (Ed. Taurus, 2002).
[5]
Es el nacimiento de la “segunda cultura” de las tres habidas y la por venir. De
ahí el título de “La cuarta cultura”.
[6]
Ed. Debate, 2005.