La esfera del agua

 

Agua que nace en la fuente serena del mundo surgiendo en la profundidad.
Agua del río inocente, que pasa y se vierte, se funde en la entraña del mar.
Aguas oscuras del río que llevan la fertilidad o el dolor.
Aguas que bañan aldeas y matan la sed de la población.
Aguas que caen de las piedras cascadas que truenan, feroz vendaval
y luego duermen tranquilas al fondo de un lago
.[1]

Guilherme Arantes. Planeta Agua.

 


La hidrosfera o esfera del agua

Quien nos pidió desde el principio que lo llamáramos Ismael, con poco o ningún dinero en la cartera y nada de particular que le interesara en tierra, pensó en navegar y “ver la parte acuática del mundo”. La decisión lo llevó a participar en la obsesiva persecución de una ballena blanca[2] por el capitán Ahab, de la que, al igual que Job, solo él escapó para contárnoslo[3].


Cachalote sumergiéndose en las costas de Nueva Zelanda


En realidad, la parte líquida o acuosa del mundo que cautivaba a Ismael comprende una extensión bastante superior a la mitad del planeta. Por eso, desde el espacio, la mayor parte de nuestro planeta es azul marino, motivo por el que a veces se dice que sería más correcto llamarlo planeta Agua que planeta Tierra. Al menos eso es lo que pensaría un hipotético extraterrestre (¿extraacuoso?) que nos observara de lejos.

La superficie marina, bajo una atmósfera cuya presencia se hace evidente a través de la nubosidad (más agua), constituye lo acuático y es la seña de identidad inerte más personal de nuestro peculiar planeta.

La ubicación de la Tierra en el sistema solar (somos el tercero en la serie de los planetas interiores) es la responsable de esa parte líquida del mundo que Ismael buscaba conocer, ya que la distancia al sol explica las excepcionales condiciones de temperatura planetaria que permiten la presencia de agua líquida en nuestro planeta.

Por su comportamiento, el agua es una sustancia extraña. No parece cumplir casi ninguna de las reglas que rigen para compuestos parecidos. Su fórmula química () haría pensar que, a temperatura ambiente, sería un gas. No lo es, debido a que esa fórmula no dice toda la verdad.

La fórmula H20 informa que dos átomos de hidrógeno se unen a uno de oxígeno mediante enlaces covalentes, aquellos en los que los átomos “comparten” electrones. Eso significa que en cada enlace hay dos electrones implicados, uno por átomo, compartidos. Para que eso suceda, los átomos deben aproximarse hasta que los orbitales de los electrones compartidos se solapan, con lo que los átomos se obligan a permanecer adheridos. Para aproximarlos y conseguir que se forme el enlace se requiere energía y ciertas condiciones. Luego, sólo un nuevo aporte de energía logrará separarlos. En ambos casos, el proceso de formación y destrucción de enlaces exige reacciones químicas.

En el caso del agua, los dos tipos de átomos que se aproximan son muy distintos. El hidrógeno es lo más pequeño en átomos que puede mostrar el universo: cuenta tan solo con un protón en su núcleo atómico y un electrón que se mueve por su espacio orbital. El átomo de oxígeno es más grande y complejo. Su número atómico es 8, lo que quiere decir que es el octavo en la tabla periódica (el hidrógeno es el primero), y tiene una masa atómica cercana a 16 (la suma de los ocho protones y los ocho neutrones que forman su núcleo). Orbitando alrededor hay ocho electrones situados en dos capas: dos en la interior y seis en la más externa. El conjunto es bastante mayor que el hidrógeno y, sobre todo, presenta mayor electronegatividad, que es la capacidad de atraer los electrones hacia sí. Esto quiere decir que, en lo de compartir con el hidrógeno, el oxígeno no es exactamente un ejemplo de equidad. El par de electrones que el oxígeno comparte con cada hidrógeno está probabilísticamente más cercano a su núcleo que a los núcleos de los hidrógenos, una situación desigual que genera un ligero desajuste en el reparto de las cargas eléctricas. Los átomos de hidrógeno se quedan con una fracción de carga positiva y el oxígeno se carga con una fracción negativa. A todo ello se añade una segunda y crucial característica consistente en que los ejes de los dos enlaces no se disponen alineados, sino formando un ángulo de 104,5º. Así, si plasmamos en un modelo de “bolitas” los tres átomos de agua en esa configuración espacial y los dotamos de sus fracciones de carga, comprobaremos que la molécula se convierte en un pequeño dipolo, con un extremo más electropositivo y otro más electronegativo. Puede parecer una anécdota, pero no lo es en absoluto. La disposición supone que entre los hidrógenos electropositivos de una molécula y los oxígenos electronegativos de las cercanas aparecen interacciones electroquímicas conocidas como “puentes de hidrógeno”. Son enlaces débiles para cuya ruptura no se necesita una verdadera reacción, pero sí una cierta cantidad de energía. La consecuencia es que las moléculas de agua se agrupan, aunque débilmente, entre sí. Forman grupitos lábiles.

¿Es esto importante? Lo es si queremos beber agua a temperatura ambiente. También si nos hace gracia que el hielo flote en nuestro refresco. Tiene importancia, de nuevo, si nos apetece tomar agua azucarada o que tenga sabor salado por añadirle cloruro sódico. Es importante, otra vez, para poder admirar la progresión del agua ascendiendo contra la gravedad por la parte seca de un papel medio sumergido o si nos divierte que empape un terrón de azúcar a medio mojar. Y, por supuesto, lo es para que podamos disfrutar de las brisas costeras. Todos estos procesos, que tienen que ver con la capacidad disolvente, la capilaridad, la tensión superficial, el calor específico, la densidad anómala y otras características excepcionales del agua, tienen gran importancia para los seres vivos y para el funcionamiento del medioambiente tal como lo conocemos. Hay que tener en cuenta que los organismos somos agua en más de la mitad de nuestros cuerpos y si hay algo que ningún biólogo lograría entender es vida sin agua. Por tanto, la parte líquida del mundo tiene su importancia. Que se lo digan a Ismael.

El agua y nuestra distancia al Sol son las dos características que hacen habitable la Tierra. Nuestra temperatura media, determinada por la distancia al Sol, se obtiene calculando el valor promedio de las temperaturas medias de todos los puntos de la superficie planetaria. Su valor actual es de unos 14ºC, aunque desde hace años viene aumentando de forma preocupante por el calentamiento global que provocamos con nuestro afán por quemar combustibles fósiles. De hecho, ya en 2012 era al menos 0,85ºC superior al de 1880, y entre 2016 y 2020 se superó la barrera de 1ºC según datos de la NASA[4]. Un ritmo de incremento muy preocupante, porque aumentos superiores a un grado y medio se consideran capaces de provocar efectos muy duraderos o irreversibles en el clima planetario[5].

La parte acuosa del mundo no se limita a mares y océanos, también invade las tierras continentales en forma de ríos, lagos y aguas subterráneas. Hoy nos parece evidente identificar el origen de las aguas de ríos y lagos con las lluvias, pero es un asunto que ha generado no pocos quebraderos de cabeza a muchos pensadores desde tiempos muy remotos. Platón y Aristóteles ya escribieron sobre la relación entre las lluvias y los manantiales, pero al no utilizar ningún sistema de medición o experimentación se dejaron llevar por la impresión de que las precipitaciones no eran capaces de proveer de suficiente caudal a los ríos, por lo que pensaron que la mayor parte de las aguas fluviales procedían de algún mecanismo oculto en oscuras e inaccesibles cavernas subterráneas. Leonardo da Vinci también caviló mucho al respecto, buscando asimilar la dinámica del agua en el macrocosmos terrestre con la circulación de la sangre en el microcosmos humano[6]. Sin embargo, se avanzó poco hasta el advenimiento de la revolución científica. El primer gran paso constatado lo dio Pierre Perrault, un hermano del escritor de cuentos clásicos Charles Perrault, autor de “Caperucita Roja”, “La Cenicienta” o “El Gato con Botas”.

Pierre era un abogado al que en un determinado momento dejaron de ir bien las cosas como Receptor General de Finanzas de París, convirtiéndose en un recaudador de impuestos arruinado. En realidad, su empleo era un puesto codiciado, pero una circunstancia particular lo volvió desastroso. La razón fue que, a pesar de que había finalizado oficialmente la Guerra de los Treinta Años, Francia prosiguió su particular conflicto bélico con España, por lo que la situación económica se tornó dramática en el país, motivando las revueltas de La Fronda. Con el fin de evitar la insurrección general, Luis XIV, el Rey Sol, decidió eximir a sus súbditos del pago de impuestos desde 1654 y durante diez años. Dado que las ganancias de los recaudadores consistían en quedarse con una parte de lo que recolectaban, Pierre Perrault entró en quiebra.

No está claro si fue para olvidar la tragedia de la bancarrota o por alguna otra razón, Perrault se dedicó entonces a realizar experiencias científicas sobre diversos temas, por más que ello parezca una afición extraña en un recaudador fiscal arruinado. En esa línea, ya en 1674 publica un trabajo donde, mediante diversos cálculos sobre el caudal del Sena y la pluviosidad local, aborda el origen de las fuentes o manantiales[7]. Sus datos muestran que la lluvia caída resulta suficiente para alimentar el caudal del río. Así, aplicando el método científico consistente en observar, medir y experimentar consigue desmontar la falsa percepción intuitiva de la insuficiencia de las precipitaciones para generar el agua que circula por los ríos. De este modo, Perrault sienta las bases de lo que hoy conocemos como ciclo hidrológico[8].

Cuatro años más tarde, en 1678, Robert Hooke consolidará la conclusión de Perrault. Es el mismo científico que denominará “celdillas” (en latín: “cellula”) a las oquedades que dejan las células desaparecidas en ese tejido muerto que es el corcho, huecos que al observarlos con su precario microscopio le recordaron a un panal de miel, por lo que, sin haberlas visto realmente, terminó bautizando a las células vivas.

Realizando cálculos hidrológicos similares a los de Perrault, pero en su país, Hooke calculó que “cae suficiente agua del cielo en forma de lluvia, nieve o granizo sobre la superficie de Inglaterra como para abastecer toda el agua que corre de regreso al mar por los ríos”, por lo que concluye que "las grandes inundaciones o desbordamientos de los ríos proceden manifiestamente de la lluvia que cae inmediatamente o del deshielo de la nieve o el hielo que antes había caído en las partes más eminentes de las montañas"[9].

Unos años después, en 1686, el abad Edme Mariotte (conocido por la ley de los gases perfectos, cuya propuesta comparte con Robert Boyle al haber deducido ambos lo mismo, pero de forma independiente) publica los trabajos que avalarán definitivamente la adecuación del concepto de ciclo hidrológico, que queda, así, científicamente asentado[10].

En el conjunto de los sistemas terrestres, la hidrosfera es el compartimento definido por el agua (aunque algunos autores prefieren definir, además, una criosfera para aludir a la parte de la hidrosfera congelada, reservando el término hidrosfera para el agua líquida). Presenta límites difusos y muestra una distribución compleja, aunque la mayoría adopta la forma de mares y océanos (el 97%), esa parte del mundo que quería conocer Ismael. El segundo compartimento en volumen corresponde al agua helada (la criosfera), es decir, a los glaciares continentales y los hielos flotantes, así como al agua congelada en el permafrost o subsuelo helado. Un tercer compartimento es el formado por las aguas subterráneas líquidas infiltradas en los suelos o en las zonas permeables de las rocas de la corteza. Se trata, en este caso, de una parte de la hidrosfera integrada o solapada con la geosfera. Las aguas de ríos y lagos, las más utilizadas por los seres humanos, ocupan, en volumen, tan solo la cuarta posición en el total terrestre. Otra minúscula parte del agua de la hidrosfera permanece integrada en otro compartimento terrestre, la atmósfera. Finalmente, hay también agua en el interior de los seres vivos, en un nuevo solapamiento de sistemas, en este caso entre la hidrosfera y la biosfera.

La hidrosfera es, como los otros, un sistema dinámico donde el agua se mueve entre compartimentos a velocidades muy variables y mediante diferentes procesos. Así, por ejemplo, el trasvase de agua desde la atmósfera hasta los mares, los océanos, los ríos y los lagos ocurre gracias al conjunto de fenómenos meteorológicos que agrupamos en el término “precipitaciones”: lluvias, granizadas, nevadas, … El camino inverso lo realiza la evaporación (o evapotranspiración, si añadimos la liberación de agua en forma de vapor procedente de los seres vivos, fundamentalmente desde la vegetación). Podemos ir dando nombre, de este modo, a las diferentes formas de traslado del agua de unos compartimentos a otros para, en conjunto, configurar el ciclo hidrológico de Mariotte-Hooke-Perrault: infiltración, deshielo, escorrentía superficial, escorrentía subterránea, etc.

En el interior de cada compartimento de la hidrosfera (o subsistema, si se prefiere) actúa una dinámica propia. El compartimento mayor (los océanos) presenta un patrón complejo de movimientos dependientes de factores externos, como es el caso de la circulación atmosférica general que influye decisivamente en la configuración de las corrientes superficiales marinas. Es fácil advertir la huella de los alisios, por ejemplo, en las corrientes marinas intertropicales. Otro factor externo, la disposición de los continentes, ejerce un efecto evidente en las corrientes marinas al impedir o canalizar sus movimientos.

La dinámica de la hidrosfera no debe verse solo como un desplazamiento de materia (el agua y lo que arrastra o lleva disuelto), sino también como un fluir de energía. La circulación superficial marina, por ejemplo, traslada una enorme cantidad de energía desde los trópicos hacia los polos en forma de calor excedente y lo hace en una proporción similar a la circulación atmosférica. Los efectos locales de este gigantesco trasvase de energía se pueden advertir en muchas zonas del globo, aunque uno de los casos mejor conocidos es el de la suavización de los climas atlánticos europeos con respecto a lo que les correspondería por su latitud. Para advertirlo basta comparar el clima de Lisboa con el de Washington, el de Vigo con el de Nueva York o el de Irlanda con el de las tierras occidentales de los Inuit, en la península de Terranova y Labrador. En todos estos casos, el atemperamiento de los litorales atlánticos europeos es consecuencia del calentamiento de la corriente del Golfo en la sartén tropical del Caribe. La posibilidad de que esta corriente benéfica que forma parte de la circulación termohalina o cinta transportadora oceánica se vea irreversiblemente alterada por el calentamiento global representa actualmente una de las mayores preocupaciones ambientales, ya que supondría la ruptura de la circulación general actual, provocando, paradójicamente, un enfriamiento catastrófico de la franja atlántica europea y una ruptura del modelo de retorno de aguas atlánticas frías en profundidad mediante un giro subpolar que adopta en las cercanías del Ártico y que posibilita el mantenimiento del congelamiento marino polar. Lo peor de todo es que no se trata de una posibilidad más o menos hipotética, ya que estudios recientes demuestran que la “atlantificación” del océano Ártico, nombre con el que se conoce el calentamiento de las aguas árticas por la corriente ascendente del Atlántico que penetra cada vez más adentro, ha incrementado ya en dos grados centígrados la temperaturas de las aguas desde 1900, lo que significa que el proceso se inició antes de lo que se pensaba, como han alertado los científicos recientemente: “Nuestros datos, comparados con registros paleoceanográficos independientes, sugieren que el aumento de la Atlántificación del Ártico al comienzo de la era industrial probablemente fue impulsado por un transporte más eficiente de calor hacia los polos debido a una reorganización del sistema de circulación oceánica en el Atlántico Norte. Específicamente, las reconstrucciones apuntan a un debilitamiento de la circulación de retorno del Atlántico y del giro subpolar, lo que derivó en un entorno hidrográfico más propicio para atraer aguas subtropicales hacia el Ártico[11].

El mecanismo de retorno y giro subpolar de las corrientes atlánticas llegadas al Ártico en superficie y retornadas en profundidad nos recuerda que los océanos son, evidentemente, tridimensionales. La profundidad marina media del conjunto de los océanos es de unos 3.500 metros, aunque en algunos puntos (las fosas marinas) puede rebasar los once kilómetros, lo que indica que el fondo marino presenta diferencias de relieve mayores que los de la parte continental emergida. Esta enorme irregularidad, que afecta de forma destacada al movimiento de las aguas profundas, viene determinada fundamentalmente por la tectónica de placas, a la que podemos considerar como el motor de los relieves de la geosfera, en un ejemplo más de la constante interacción entre los sistemas terrestres.

El relieve del fondo marino condiciona las direcciones de las corrientes en profundidad, donde la temperatura y la salinidad, que determinan la densidad de las aguas, fijan los ajustes gravitatorios de las aguas. En la superficie interviene también la fricción que ejerce la circulación atmosférica sobre la lámina acuática.

Al contrario de lo que sucede con la troposfera, el agua marina se calienta por arriba, lo que impide el funcionamiento convectivo del fluido. Al perder densidad, el agua calentada tiende a permanecer en superficie, mientras que las zonas profundas se conforman con las aguas más densas y frías. El calentamiento superficial contribuye, así, a la estabilización del agua oceánica, al ordenarla en dos capas horizontales superpuestas y separadas por una zona de cambio brusco de temperatura llamada termoclina (ocurre también en lagos, aunque con el límite a menor profundidad). La termoclina suele coincidir con un cambio brusco de densidades, aunque éste posee su propio nombre: picnoclina.

La capa caliente superficial presenta en los océanos una temperatura media de unos 18ºC, aunque es muy variable, dependiendo fundamentalmente de la latitud. Su espesor oscila entre 75 y 200 metros y en ella se consigue una mezcla bastante eficiente debido a la acción del viento. La capa presenta cierto equilibrio gaseoso con la atmósfera inferior debido a la difusión de oxígeno y dióxido de carbono en ambos sentidos. Además, está aceptablemente iluminada (se conoce como capa eufótica), lo que, añadido a la presencia de oxígeno y dióxido de carbono, permite la fotosíntesis y la respiración, facilitando así la presencia de productores primarios (el fitoplancton) que mantienen la cadena trófica oceánica necesitada de oxígeno. Por todas estas características, se trata de la zona marina que acoge la mayoría de la vida acuática.

La existencia de dos capas marinas superpuestas y poco comunicadas entre sí es un factor decisivo para que los océanos no absorban la mayor parte del excedente de dióxido de carbono que emitimos desde la sociedad industrial, ya que su intercambio de dióxido de carbono con la atmósfera afecta solo a la capa superficial, mucho más fina y cálida que la profunda, oscura e hipóxica, más pobre por ello en vida, pero que representa el 95% del agua oceánica y que está a una temperatura más uniforme: unos 3ºC de media. La estructura marina de capas superpuestas con escasa mezcla condiciona también buena parte de la dinámica de los ciclos biogeoquímicos globales, especialmente los del carbono, el nitrógeno y el fósforo[12].

Puesto que los océanos son el reservorio principal del ciclo del agua, es interesante preguntarse por el tiempo medio que permanece una molécula de agua en el océano antes de ser trasvasada a otro compartimento (lo que nos dará una idea de la dinámica del sistema). Los valores son distintos para las aguas superficiales y para las profundas. Se estima que, en el primer caso, los valores fluctúan entre 10 y 15 años, mientras que las aguas profundas, cuyo compartimento es mucho mayor, se renuevan más lentamente, elevando la cifra a valores de entre dos y cinco siglos. Puede afirmarse, por tanto, que la velocidad de renovación del agua en el conjunto del ciclo hidrológico global es relativamente elevada y que las moléculas de agua se desplazan más rápido de lo que parece (hay que considerar la vastedad del conjunto del agua oceánica). Es una conclusión importante si tenemos en cuenta dos factores relevantes: la condición esencial del agua como recurso humano (y de los ecosistemas) y la creciente liberación de productos tóxicos que arroja nuestra sociedad industrial a los diferentes compartimentos de la hidrosfera (contaminación).

La comunicación entre cuencas profundas se produce debido sobre todo a la corriente circumpolar antártica que circula rodeando el continente antártico siempre en dirección este. La mezcla de aguas superficiales y profundas también se da principalmente en áreas polares, aunque en este caso interviene también la ártica. En los polos, las aguas superficiales se enfrían rápidamente, hundiéndose y deslizándose en profundidad hacia las zonas templadas y tropicales, donde afloran en puntos concretos. Allí aportan nutrientes como nitrógeno o fósforo a la capa superficial, quedando éstos a disposición de la cadena trófica marina. Estas zonas de afloramiento de aguas frías son codiciadas por las flotas pesqueras, ya que muestran una gran riqueza en vida marina. Entre ellas destacan los litorales occidentales de África del Sur (por la corriente de Benguela), las costas occidentales de Sudamérica (por la corriente de Humboldt), las riberas de Oregón y California (por la corriente de California) o las costas del noroeste de África (por la corriente de Canarias).

Ya hemos visto que, además de la temperatura, la salinidad de las aguas marinas constituye otro gran factor de movilidad. Las diferencias de salinidad vienen dirigidas por tres fenómenos bidireccionales. El primero es la relación entre evaporación y precipitación, procesos condicionados a su vez por factores climáticos. El segundo está relacionado con los aportes fluviales o el deshielo de hielos polares. Finalmente, pueden producirse procesos importantes de disolución de sales previamente precipitadas o, a la inversa, generarse una precipitación masiva por saturación. Puede parecer que estos últimos son fenómenos muy locales y, por tanto, de escasa trascendencia global, pero la verdadera dimensión que pueden alcanzar nos la ofrece la reconstrucción de lo que ocurrió hace menos de seis millones de años en el mar Mediterráneo, cuya huella encontramos en los gigantescos depósitos salinos acumulados en el fondo de la actual cuenca. El momento se conoce como la crisis salina del Messiniense y estuvo motivado por la ruptura de comunicación entre el Mediterráneo y el Atlántico debido a la convergencia entre la placa africana y la eurasiática. En aquella ocasión, las míticas columnas de Hércules de los clásicos (el actual estrecho de Gibraltar) se obliteraron, convirtiendo de golpe al Mediterráneo en un mar interior sometido a un clima cálido y seco. Muy pronto, la evaporación superó las aportaciones fluviales y el mar se secó hace unos 5,5 millones de años. Además de los enormes acúmulos de evaporitas (sales precipitadas), que en algunos lugares alcanzaron varios kilómetros de espesor, la crisis messiniense tuvo un marcado efecto sobre los paisajes, los climas y la vida circunmediterráneos[13].

La interacción constante entre unas partes y otras del ciclo del agua se manifiesta a través de múltiples efectos que varían a lo largo de amplios periodos de tiempo. Algunos de los cambios más interesantes son los que tienen que ver con el clima o la tectónica global. La distribución de mares y tierras varía constantemente a lo largo de la historia de la Tierra, pero los movimientos tectónicos se miden en velocidades similares a las del crecimiento de nuestras uñas, por lo que los cambio son muy lentos medidos en la escala humana de tiempo. En cuanto al clima, las variaciones también han sido acusadas, con momentos muy fríos (glaciaciones) y otros más cálidos. Las consecuencias son muy importantes en ambos casos. Así, por ejemplo, los periodos más fríos de la glaciación cuaternaria provocaron el retroceso de los océanos por la acumulación de hielos en casquetes glaciares y campos helados que llegaron a recubrir gran parte de los continentes, mientras áreas antes sumergidas afloraron, permitiendo, por ejemplo, el paso entre Asia y Norteamérica a través de Beringia (por donde cruzaron numerosas especies y, con ellas, los primeros amerindios). El retorno a periodos interglaciales, en uno de los cuales nos encontramos desde hace unos 20.000 años, provocó el deshielo de mucha de aquella agua secuestrada. Esa fue la causa del rebote isostático de Escandinavia que hizo avanzar la costa sobre el mar, llevó a Celsius a ingeniar un curioso método científico para calcularlo e intrigó a Linneo hasta llevarle a inventar una bella historia para explicarlo, aunque fuera poco creíble.

Los cambios son, pues, una constante en un planeta muy inquieto, de manera que la forma actual de la Tierra y la distribución y características de sus ecosistemas representa tan solo una instantánea en ese caleidoscopio cambiante. Pero en la dinámica del planeta intervienen también mecanismos de estabilización y autorregulación, procesos cibernéticos guiados por bucles de realimentación negativa que atemperan las perturbaciones y aminoran los cambios, de manera que predomina la tendencia a la estabilidad, con variaciones fundamentalmente lentas a escala humana. De hecho, toda la historia cultural de la humanidad (unos 10.000 años) ha discurrido en un ambiente aceptablemente similar, caracterizado por el actual periodo interglacial ubicado dentro de la glaciación cuaternaria, con cambios relativamente suaves y lentos. A esa instantánea geológica debemos el éxito de nuestra existencia y a sus condiciones concretas nos hemos adaptado y habituado. Esa es una de las razones por las que deberíamos estar muy preocupados por los acelerados cambios que estamos introduciendo en el planeta, mucho más rápidos que los naturales. Nos hemos convertido en los principales perturbadores del satus quo planetario en el que nos hemos desenvuelto durante los diez últimos milenios: la multiplicación de impactos debidos a la agresiva actuación humana puede arrastrar a muchos ecosistemas actuales hasta el límite de su viabilidad, empujando a numerosas especies hacia su extinción. Creer que no estamos en primera línea entre los amenazados por los cambios resulta de una ingenuidad apabullante. Es evidente que, de una u otra manera, la Tierra siempre sobrevivirá a las perturbaciones en una u otra condición. Pero ¿y nosotros? ¿Lo hemos pensado bien?

No se trata de salvar el planeta. El peligro nos afecta más directamente.


 

 



[1] En el portugués original: “Água que nasce na fonte / serena do mundo / e que abre um profundo grotão. / Água que faz inocente riacho e deságua / Na corrente do ribeirão. / Águas escuras dos rios / que levam a fertilidade ao sertão. / Águas que banham aldeias / e matam a sede da população. / Águas que caem das pedras / no véu das cascatas / ronco de trovão / e depois dormem tranqüilas / no leito dos lagos”.

[2] Un cachalote albino: caso raro, pero no excepcional. Dice Ismael que “era sobre todo, la blancura de la ballena lo que me aterraba”.

[3] Melville, H. 1851. Moby-Dick. Harper and Brothers. New York (Hay diversas traducciones, por ejemplo: Moby Dick. Debate. Madrid. 2001)

[4] GISTEMP Team. 2021. GISS Surface Temperature Analysis (GISTEMP), version 4. NASA Goddard Institute for Space Studies. Dataset accessed 2021-12-09 at https://data.giss.nasa.gov/gistemp/.

[5] IPCC. 2018. Resumen para responsables de políticas. En: Calentamiento global de 1,5 °C, Informe especial del IPCC sobre los impactos del calentamiento global de 1,5 ºC con respecto a los niveles preindustriales y las trayectorias correspondientes que deberían seguir las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, en el contexto del reforzamiento de la respuesta mundial a la amenaza del cambio climático, el desarrollo sostenible y los esfuerzos por erradicar la pobreza [Masson-Delmotte V., P. Zhai, H.-O. Pörtner, D. Roberts, J. Skea, P.R. Shukla, A. Pirani, W. Moufouma-Okia, C. Péan, R. Pidcock, S. Connors, J.B.R. Matthews, Y. Chen, X. Zhou, M.I. Gomis, E. Lonnoy, T. Maycock, M. Tignor y T. Waterfield (eds.)]. IPCC. Ginebra.

[6] Gould, S.J. 1998. The Upwardly Mobile Fossils of Leonardo’s Living Earth. In: Leonardo’s Mountain of Clams and the Diet of Worms. Harmony. New York. (Hay traducción: Los fósiles móviles y ascendentes de la Tierra viva de Leonardo. En: La montaña de almejas de Leonardo. Crítica. Barcelona. 1999).

[7] Perrault, P. 1674. De l’origine des fontaines. Pierre le Petit. París.  

[8] Deming, D. 2014. Pierre Perrault, the Hydrologic Cycle and the Scientific Revolution. Groundwater 52.1: 156–162.

[9] Deming, D. 2019. Robert Hooke’s Contributions to Hydrogeology. Groundwater 57.1: 177-184.

[10] Mariotte, E. 1686. Traité du mouvement des eaux et des autres corps fluide. E. Michallet. Paris.

[11] Tesi, T.; Muschitiello, F.; Mollenhauer, G. et al. 2021. Rapid Atlantification along the Fram Strait at the beginning of the 20th century. Science Advances 7 eabj2946. 24 nov 2021.

[12] Schlesinger, W.H. 1997. Biogeochemistry: An Analysis of Global Change (2th ed.) Academic Press. San Diego. (Hay traducción: Biogeoquímica. Un análisis del cambio global. Ariel. Barcelona. 2000)

[13] Hsü, K.J. et al. 1978. History of the Mediterranean Salinity Crisis. Nature 267: 1053-1078.