La Tierra como un todo

 

 La filosofía del reduccionismo es simplista: entendamos la química celular y comprenderemos la biosfera. 0: entendamos la materia cristalina y sus transferencias energéticas, y tendremos la clave de la litosfera. Que esas promesas son falsas es hoy demasiado evidente: los ecosistemas o las placas litosféricas poseen una dinámica compleja que no se deja reducir a esquemas simples. La epistemología preferida por von Bertalanffy, el holismo, enuncia que el todo es más que las partes, y que por tanto la comprensión del todo no se puede conseguir a base de sumar estudios parciales.

Francisco Anguita. 

La teoría general de los sistemas y las ciencias de la Tierra


Gunung Bromo, caldera Tengger y volcán Semeru, al fondo. Isla de Java


 Johann Wolfgang von Goethe dedicó los últimos años de su vida a escribir la segunda parte de su obra “Fausto”. De hecho, la terminó el mismo año de su fallecimiento, siendo publicada de forma póstuma aquel mismo año, 1832.  En el cuarto acto de esa parte segunda el protagonista se encuentra en una alta montaña cuando se le aparece Mefistófeles, el diablo, a quien Fausto ha vendido su alma. Entonces tiene lugar un extraño diálogo. Dice Mefistófeles:

Cuando Dios, el Señor (…) nos hizo emigrar del aire a las más hondas profundidades, allá donde en el centro arde un fuego eterno, nos encontrábamos ante un excesivo fulgor, muy apretados e incómodos. Los diablos empezamos a toser todos a la vez, el infierno se inundó de hedor de azufre y ácido. Se formó un gas tan horrible que la corteza de la tierra de los continentes estalló en todo su grosor. Ahora hemos pasado al otro extremo, lo que antes era abismo ahora es cumbre.

Fausto le responde:

La masa de montañas permanece distinguidamente silenciosa ante mí. No pregunto ni de dónde procede ni por qué está ahí… Cuando la naturaleza se construyó a sí misma, el globo terráqueo tomó por sí mismo una perfecta forma redonda; luego se solazó creando picos y barrancos, luego plácidamente modeló las colinas y suavizó las pendientes en el valle. Allí todo verdea y crece y para entretenerse no necesita hacer locuras”.

A lo que Mefistófeles replica:

Eso es lo que tú piensas y te parece tan claro como la luz del sol, pero el que estuvo allí presente sabe que fue de forma diferente. Allí estaba cuando la masa hirviente del abismo borboteando se hinchó despidiendo una tormenta de llamas, cuando el martillo de Moloc, fundiendo unas rocas con otras, arrojaba a gran distancia los escombros del monte. En la tierra están aún inmóviles esas extrañas masas. ¿Quién puede explicar la fuerza de ese impulso? El filósofo no puede explicarla. La roca está allí y hay que dejarla, lo hemos meditado hasta perder la cabeza. El pueblo sencillo es el único que comprende sin caer en el desvarío. La sabiduría ha tenido mucho tiempo para madurar en él. Este es un prodigio que se debe atribuir a Satanás”.

De todo lo anterior, Fausto concluye:

Es curioso observar cómo contemplan los diablos la naturaleza”.

El diálogo queda lejos de la inocencia. Goethe era un escritor muy interesado en la ciencia y, como buen representante del Romanticismo, un apasionado defensor de sus ideas. Entre los temas de su mayor interés estaba la geología, que en aquellos tiempos albergaba una fuerte controversia sobre el origen de las rocas. En un lado se situaban los neptunistas, con el nombre del dios de los océanos por bandera. Estos sostenían que la Tierra se inició inundada por aguas que, en su retroceso, dejaron los sedimentos que hoy constituyen las rocas. En el otro lado estaban los plutonistas, adscritos al dios del inframundo y defensores de un origen telúrico para las rocas antiguas, nacidas de procesos volcánicos en el interior de la Tierra. Observando el reparto entre los personajes de la obra de la defensa de una u otra teoría resulta fácil averiguar de qué pie cojeaba Goethe en aquella controversia geológica. El inframundo, al que se accede desde el averno, aquel cráter legendario oculto bajo las aguas y desprovisto de vida alada, siempre fue el territorio predilecto de los dioses caídos, de ahí que Mefistófeles fuera plutonista en la imaginación del ilustre escritor.

Entre todas las ciencias naturales, la que más tardó en encontrar una teoría global bajo la que ampararse fue la geología. O quizás no sea del todo cierto, ya que hoy, tras la revolución einsteniana y la réplica cuántica que le privaron del paraguas newtoniano, la más “dura” de las ciencias, la física, con la que se inició la revolución científica galileana, esta huérfana de una teoría unificadora definitiva. La ansiada y pretenciosa “teoría del todo” se resiste a ser desentrañada. Ya en la última de sus siete famosas conferencias impartidas en 1996, Stephen Hawkins dijo que “las perspectivas de encontrar dicha teoría parecen ser mejores ahora porque sabemos mucho más sobre el universo. Pero no hemos de confiar demasiado. Ya hemos tenido falsos amaneceres[1]. Lo malo fue que la parte más pesimista de la premonición se hizo realidad, porque un cuarto de siglo después, aquellos ansiados amaneceres verdaderos siguen siendo tan poco ciertos como entonces. De hecho, aunque sin consenso total, muchos científicos piensan que la teoría unificada puede ser simplemente una meta imposible debido al teorema de incompletitud de Gödel. El mismo Hawkins acabó retractándose de lo que pudo haber de optimismo en su reflexión y en 2002 declaraba en otra conferencia impartida en la universidad de Texas A&M que “algunas personas se sentirán muy decepcionadas si no existe una teoría fundamental que pueda formularse como un número finito de principios. Solía pertenecer a ese campo, pero he cambiado de opinión. Ahora me alegra que nuestra búsqueda de comprensión nunca llegue a su fin y que siempre tengamos el reto de un nuevo descubrimiento[2]. Si la montaña no viene a Mahoma, al menos que se perfile en el horizonte como objetivo constante.

Por su parte, y al margen de las tribulaciones de la física con su teoría global, la geología ha caminado con ritmo titubeante por su propia historia, demasiado vigilada desde la larga sombra de los textos religiosos fundacionales que siempre se mostraron más inquietos con las ciencias naturales (biología y geología) que con la física o la química, a pesar del caso Galileo (si es que es adscribible a la física y no a la geoplanetología). Esto ha lastrado durante mucho tiempo el avance de las ciencias ocupadas en interpretar el planeta y la vida. De hecho, si fijamos entre los siglos XVI y XVII la fundación moderna de la física con Copérnico, Kepler y Galileo, podemos identificar el surgimiento de la geología moderna con la obra de Charles Lyell, ya en el XIX, aunque algunos prefieren conceder la paternidad a James Hutton (siglo XVIII) o incluso su antecedente en un Nicolas Steno (siglo XVII) que en la parte final de su vida se desentendió de la ciencia para arrojarse en brazos de la religión, que le premió muchos años más tarde con la beatitud por obra y gracia de Juan Pablo II. En todo caso, a los tres les debemos otros tantos pasos esenciales en la consolidación de la geología como una ciencia moderna.

En el año de la muerte de Goethe y la publicación póstuma de Fausto II, Darwin viajaba en el Beagle, donde leía con avidez los Principios de Geología de Charles Lyell, cuyo segundo tomo recibió en Sudamérica. A su vuelta a Inglaterra conoció al ilustre geólogo en la Sociedad Geológica, manteniendo desde entonces una estrecha amistad con él, lo que llevaba al naturalista del Beagle a desayunar en la casa londinense de su amigo durante sus estancias en Londres (Darwin vivía en el campo), a la par que Lyell también visitaba a Darwin en su casa de Down. De hecho, fue durante una de las visitas del escocés a la casa familiar de los Darwin, tras un viaje a las Islas Canarias, cuando Lyell convenció a su amigo para que publicase sus ideas sobre el origen de las especies.

La amistad y el respeto científico hizo también que fuera Lyell uno de los primeros en leer las pruebas de imprenta del Origen de las especies, algo más que razonable, pues, aunque al geólogo le costó aceptar completamente la teoría darwinista, su obra fue la que empujó a Darwin a ver el mundo de otra manera, según éste mismo reconoció. Aquellos Principios de Geología habían asentado las premisas esenciales de una nueva geología científica basada en la potencia explicativa del actualismo, es decir, de la posibilidad de hacer ciencia a partir de la presunción de que los fenómenos pasados son conocibles con el estudio de los procesos que actualmente operan en la Tierra o con los que pueden simularse en los laboratorios, una idea poderosa que se resume magníficamente en su frase icónica: “El presente es la llave del pasado”.

Pero volviendo al posicionamiento nada neutral de Goethe, hay que recordar que, tas las aportaciones ignoradas de Steno, aquellos albores de la geología conocieron dos grandes debates, relacionados entre sí, en los que estuvieron implicados Hutton y Lyell[3]. El primero es el que enfrentó encarnizadamente a neptunistas con plutonistas: el que llevó al escritor romántico a presentar al diablo como aliado envenenado de los plutonistas. Era una decisión errónea, al menos si consideramos que el diablo esta en el lado equivocado.

Los neptunistas como Goethe pensaban que todas las rocas se habían formado en el fondo de una pantalasa primigenia, un enorme océano que habría cubierto el planeta recién formado y del que surgiría por desecación el actual. El pretendido origen marino servía también para rocas que hoy sabemos que proceden de una génesis completamente diferente, como son los granitos y los basaltos (los primeros proceden del enfriamiento lento de magmas a gran profundidad, mientras que los basaltos surgen de un enfriamiento rápido, por lo que ambas son rocas ígneas o magmáticas). El bando neptunista lo lideraba Abraham Gottlob Werner, un profesor de la prestigiosa Academia de Minas de Freiberg que gozaba de gran reputación. La teoría, además de explicar el origen de las rocas, justificaba razonablemente bien la existencia de los fósiles marinos encontrados en tierras continentales y, para colmo, se acomodaba bastante bien a la historia bíblica del diluvio universal, lo que no dejaba de suponer una importante ventaja entre algunos de los interesados en el debate.

Los plutonistas, por su parte, se sintieron atraídos por la actividad volcánica, fenómeno por entonces muy mal conocido. Identificaban el origen principal de las rocas con las actividades subterráneas al sospechar fundadamente que la Tierra estaba muy caliente por dentro y considerando que ahí radicaba la causa esencial de la formación y consolidación de las rocas originales. Su líder era James Hutton.

El retrato más conocido al que podemos recurrir para poner rostro a James Hutton es una pintura del también edimburgués Henry Raeburn. En ella se nos muestra un hombre de rostro alargado, frente despejada y aspecto remilgado, sentado, con la botonera del chaleco desabrochada en la barriga y las manos cruzadas sobre el regazo. Junto a él, una mesa con piedras, fósiles y papeles parece indicarnos algo sobre sus temas de interés. Nadie diría que ahí se representa un hombre “divertido, obsceno y un poco rudo al que le encantaba el whisky, las mujeres y debatir nuevas ideas”, pero así debía ser Hutton si nos atenemos a lo que sostiene la serie documental de la BBC “The men of rock” en su capítulo titulado “James Hutton, el blasfemo que reveló que la verdad sobre la Tierra no estaba en la Biblia y nos dio el tiempo profundo[4].

Hutton había estudiado medicina en Edimburgo y –en línea con la descripción anterior- parece que disfrutaba de “jugar a médicos” sin medidas preventivas, porque la señorita Edington, con la que nunca se casó, se quedó embarazada por él. La solución al entuerto fue propia de la época. La joven fue enviada a Londres, donde tuvo su hijo al que mantuvo económicamente Hutton, aunque sin mediar trato personal. Por su parte, la familia de James lo apartó discretamente de en medio enviándolo a París con la excusa de cursar estudios de anatomía y química. Terminados estos, Hutton retornó a Escocia para vivir en una granja. Aquel exilio rural le llevó a interesarse por la naturaleza. Abandonó la medicina y se apasionó con la experimentación química y la agricultura, que comenzó a practicar en unos terrenos heredados en Norfolk, Inglaterra. Desde entonces, su interés por la geología no dejó de crecer.

Hutton volvió a la capital escocesa en 1767. Edimburgo era en aquel tiempo una ciudad cosmopolita e ilustrada, llena de posibilidades culturales. Allí vivían o lo frecuentaban destacadas figuras de la ciencia, la industria y el pensamiento[5]. En la ciudad, comparte vecindad con David Hume y se hace amigo íntimo de Joseph Black, el químico que descubrirá la balanza analítica y las propiedades del dióxido de carbono, una hazaña lograda gracias a experimentos ingeniosos, aunque poco gratos para sus protagonistas, como el consistente en encerrar un ratón en una campana hermética de cristal llena del gas dióxido de carbono (que Black obtenía calentando caliza, ya que fue el primero en lograr aislar así este gas). El dióxido de carbono acababa con la vida del ratón, un hecho luctuoso del que Black obtuvo la razonable conclusión de que se trataba de un gas irrespirable.

Hutton trabó también amistad en Edimburgo con otro vecino ilustre llamado Adam Smith, que se había instalado en la ciudad en 1778 como inspector de aduanas.

La vida en la ciudad era, para este tipo de gente brillante y afortunada, un excelente lugar donde compartir y fomentar el ingenio, la creatividad y la experimentación con algo de transgresión venida de la mano de una Ilustración liberadora y liberal en el verdadero sentido del término, que hoy para haberse perdido. Así, ya maduritos, Hutton, Smith y Black fundaron el Oyster Club (el “Club de la Ostra”), donde, mientras discutían sobre todo tipo de temas, consumían importantes cantidades del codiciado lamelibranquio que daba nombre del club. A las animadas reuniones, que tenían lugar en diferentes tabernas de la ciudad, asistían ocasionalmente prestigiosos invitados venidos de fuera, como James Watt, que vivía en Birmingham, u otros que, como Benjamin Franklin, venían de mucho más lejos.

El intercambio multidisciplinar de ideas es siempre productivo y si se acompaña con buenos alimentos y agradable compañía, la cosa mejora ostensiblemente como demuestra la fertilidad de ideas y acciones que nos dejaron aquellos pioneros de la ciencia y la tecnología. Podemos pensar, de hecho, que tal vez fueron las experiencias que contaba Watt sobre sus máquinas de vapor las que, entre ostra y ostra, le sugirieron a Hutton que el interior de la Tierra bien podía funcionar como una inmensa máquina de calor en la que los volcanes no eran sino una consecuencia superficial. Tampoco debió resultar ajeno el que el castillo de Edimburgo se levantara precisamente sobre los basaltos de una antigua chimenea volcánica carbonífera, una clara baza a favor de apuntarse al bando plutonista, situando a los miembros del club de la ostra en el lado mefistofélico de la división goethiana.

En 1785, James Hutton presentó en la Real Sociedad de Edimburgo su Teoría de la Tierra, que se publicó tres años después. Para algunos lectores de piel muy fina, la obra constituía una ofensa religiosa por negar el papel estelar al diluvio universal (a diferencia de lo que ocurría en la explicación neptunista), centrando el origen de la actividad geológica en el interior ardiente de la Tierra, un lugar que, para la mayoría de las mitologías y religiones, es el hogar del inframundo o del infierno. En ese contexto, resulta evidente que el plutonismo no constituía la mejor manera de hacer amigos en los ambientes más religiosos. En realidad, antes que Hutton ya habían defendido hipótesis vulcanistas gentes de sotana en ristre, como fue el caso, en el siglo XVII, del jesuita Athanasius Kircher, cuya obra “El mundo subterráneo” se basaba en su experiencia con las erupciones del Etna, el Estrómboli y el Vesubio; o del abad Anton Lazzaro Moro, ya en la primera mitad del XVIII. Pero eso no evitó los recelos que la obra de Hutton generó en su momento.

En su obra, Hutton describe un proceso cíclico de alternancia entre la decadencia y la restauración, la destrucción y la formación, componiendo una sucesión interminable de estados donde no se atisba ni principio ni final, algo ciertamente poco ajustado a la mentalidad del dogma religioso cristiano.  Además, Hutton defiende una antigüedad para la Tierra que nada tiene que ver con el limitado marco de tiempo que sugiere la Biblia. Sin embargo, la obra no pretende colisionar con la religión (aunque sí con una interpretación literal de la Biblia). De hecho, Hutton acude a una explicación de origen divino para su máquina terrestre, que considera creada con el fin de servir de hogar a los seres humanos. Aun así, el que luego será considerado uno de los padres de la geología, era, para muchos de sus coetáneos, un hereje, un blasfemo o, peor aún, un maldito ateo.

Dos son los elementos esenciales que propone Hutton en la construcción de la nueva ciencia geológica: el recurso a datos procedentes de la observación y la noción de uniformismo o uniformitarismo, un precedente de lo que luego Lyell denominará actualismo. El uniformitarismo concibe una Tierra dinámica asentada en el mecanicismo newtoniano que representan los ciclos reiterados de formación y destrucción de los materiales geológicos, todo ello desarrollado a un ritmo gradual y constante. La percepción de un planeta en cambio continuo, aunque se trate de un equilibrio dinámico, encajaba bien en la filosofía fisicista y positivista del momento, pero, con todo, la representación terrestre como una máquina compleja donde interactúan cuatro sistemas (rocas, agua, aire y seres vivos) también ha sido interpretada como una idea precursora de los enfoques de la teoría de sistemas de Bertalanffy[6], lo que supondría una interesante y notable anticipación de la percepción sistémica moderna.

Lamentablemente, la prosa de Hutton era terriblemente farragosa, lo que no contribuyó precisamente a la difusión del plutonismo y el uniformitarismo. Además, aunque los postulados petrogenéticos de sus adversarios neptunistas eran erróneos, la aportación estratigráfica que contenían era consistente. Por otra parte, entre las filas de los seguidores del origen marino de las rocas figuraban nombres de incuestionable relieve, destacando el de George Cuvier, que murió menos de dos meses después de Goethe, cuyo declarado objetivo científico era nada menos que “mostrar cómo la historia de los huesos fósiles se relaciona con la teoría de la Tierra[7]. La magna obra de Cuvier acoge postulados catastrofistas que, en sus versiones modernas, son perfectamente asumibles por la geología actual, como es el caso de las extinciones masivas de especies, la existencia de variaciones en el nivel del mar o las modificaciones en la disposición original de los estratos más antiguos, cuestiones que, según el Barón de Cuvier, “no dejan lugar a duda de que fueron causas repentinas y violentas las que produjeron las formaciones que observamos hoy”.

Por tanto, la disputa de aquellos tiempos no resultaba tan trivial como a veces se presenta hoy y la controversia, más que acabar, se trasladó a un nuevo debate condicionado por los avances en el descubrimiento e interpretación de los fósiles. La nueva pelea se dará entre catastrofistas y uniformitaristas[8], y fue, en cierto modo, una versión actualizada de la anterior. Ahí es donde entran en escena Lyell y sus Principios de Geología.

Aunque este segundo debate ha sido caricaturizado posteriormente, penalizando a los catastrofistas presentándolos como dogmáticos más preocupados por la búsqueda de explicaciones sobrenaturales y cataclismos de reminiscencias bíblicas que por la geología como ciencia, en tanto se reservaba el papel de científicos racionales y ponderados a los uniformitaristas (o actualistas, en la versión lyelliana), la verdadera historia es, como suele ocurrir, bastante más compleja. Tan compleja como que “es perfectamente posible utilizar métodos actualistas y llegar a conclusiones ‘catastrofistas”, como señaló acertadamente Emilio Pedrinaci[9]. Una muestra de esto es la apasionante investigación llevada a cabo a finales del siglo XX sobre la colisión de un asteroide hace 65 millones de años en Chicxulub (México) y su efecto en la extinción de dinosaurios y ammonites[10]. ¿Hay algo más catastrófico que la terrorífica visión de un asteroide impactando junto a la costa mesoamericana, incendiando los bosques cercanos y provocando un tsunami devastador, mientras se extiende por el planeta una polvareda indescriptible que acaba extinguiendo las criaturas más sugestivas de la historia de la Tierra, aquellos dinosaurios bautizados en 1842 por Richard Owen con aquel término evocador de “lagartos terribles”? ¿Y qué hay más actualista que detectar la presencia del elemento Iridio, frecuente en los meteoritos y raro en la Tierra, en los sedimentos de los estratos intermedios entre el Cretácico y el Paleógeno, presentes en diversos lugares del mundo como el flysch de la costa vasca de Zumaia o el barranco del Gredero, en la murciana Caravaca de la Cruz?

El debate entre uniformitaristas y catastrofistas tuvo lugar principalmente en la Geological Society durante los años 30 del siglo XIX y fue más cortés y mesurado que el anterior entre plutonistas y neptunistas. Muy pronto se escoró del lado actualista, ya que aunque los catastrofistas, herederos con nuevos argumentos de las ideas neptunistas de Werner, defendían planteamientos más variados que la mera idea del gran diluvio inaugural de la Tierra, se vieron muy condicionados por esa imagen de escaso futuro. De hecho, eran conocidos como diluvialistas, quedando identificados con el afán de ajustar la geología a las historias bíblicas, algo que ocurrió de forma destacada con algunos de sus defensores, como el prestigioso profesor de mineralogía de Oxford William Buckland. Al final, nada de ello ayudó a su causa, en tanto que la aportación de pruebas y la enorme capacidad persuasiva y argumentativa de Lyell, a la que contribuía sin duda su condición de abogado, convencieron pronto a la mayoría de sus colegas.

Sobre la brillante capacidad argumentativa de Lyell y su trascendencia para el debate, Stephen Jay Gould escribió lo siguiente: “Charles Lyell fue un gran escritor, y una gran parte de su enorme éxito es solo un reflejo de su habilidad verbal; no solo por el acierto en la elección de las palabras, sino también por la extraordinaria habilidad para formular y desarrollar argumentos, encontrando siempre oportunas alegorías y metáforas para su soporte[11]. Es curiosa esta opinión del extraordinario divulgador científico que fue Gould porque, leyéndola, no puede evitar pensarse que la descripción que hace de Lyell no es menos acertada para describir al propio Gould. En todo caso, los argumentos de Lyell convencieron, como denota la honesta confesión de Adam Sedgwick, el profesor de Cambridge al que acompañó el joven Darwin en una excursión por Gales. En su despedida como presidente de la Sociedad Geológica, Sedwick declaró: “Puesto que yo mismo creía y propagué con todas mis fuerzas lo que considero ahora como una herejía filosófica… creo justo, como uno de mis últimos actos antes de abandonar esta presidencia, proclamar públicamente mi retractación[12]. Chapeau!

A pesar de la resolución del conflicto a favor del actualismo, no fue hasta los años sesenta del siglo XX cuando surge una completa teoría unificadora y global sobre la Tierra inanimada. Es la tectónica global, donde encuentran justificación todos los procesos litológicos, tanto internos (el magmatismo, el metamorfismo, las deformaciones de las rocas, etc.) como externos (la meteorización, la erosión o la sedimentación); y lo hacen formando parte de un proceso global de disipación de la energía a través del dinamismo terrestre, cuya consecuencia, además de la generación de procesos volcánicos y sísmicos, es la creación de nuevas formas y relieves en un planeta excepcionalmente cambiante.

Uno de los nombres indispensables en la formulación de la nueva teoría de la Tierra es el de John Tuzo Wilson, que terminó de cerrar el esquema básico de la propuesta con la formulación del ciclo teórico que lleva su nombre, para lanzar una propuesta metodológica aparentemente sencilla: “debemos estudiar la Tierra como un todo, como un sistema único[13]. Wilson escribe esto en 1968, cuando considera que aún no se dispone de una verdadera ciencia global sobre la Tierra, sino solo de un conjunto de conocimientos subsidiarios (mineralogía, estratigrafía, sismología, paleontología, etc.), de cuya adición no se obtiene la ciencia efectiva capaz de realizar predicciones científicas (la suma de las partes no explica el todo).

Efectivamente, ni las dorsales ni las fallas transformantes podían haber sido predichas o explicadas con la geología anterior a la tectónica de placas. Pero no se trata solo de la parte sólida de la Tierra. Se ha de integrar en la nueva ciencia el conocimiento de la atmósfera y de los grandes sistemas acuáticos (mares y océanos), levantando unas ciencias de la Tierra superadoras del limitado campo de la vieja geología al sumar la climatología, la meteorología o la oceanografía con la estratigrafía, la mineralogía, la petrología, la geofísica y otros campos tradicionalmente geológicos. En conjunto, supone uno de esos raros procesos que Thomas Kuhn calificó de “revolución científica”, aportando una nueva concepción de la Tierra convertida en un auténtico paradigma científico necesitado de un enfoque sistémico[14] que permite percibir la Tierra como un todo global, interactivo y complejo.

 

 



[1] Hawkins, S.W. 2007. The Theory of Everything. (New Ed.). Phoenix Books. (Hay traducción: La teoría del todo. Debate. Barcelona. 2007).

[2] La conferencia se tituló “Gödel and the End of Physics” y puede consultarse en: http://yclept.ucdavis.edu/course/215c.S17/TEX/GodelAndEndOfPhysics.pdf

[4] https://www.bbc.com/mundo/noticias-40659009 (23 de julio de 2017).

[5] McIntyre. D.B. 2004. El Edimburgo de James Hutton (1726-1797). Enseñanza de las Ciencias de la Tierra 12.2: 117-125.

[6] García Cruz, C.M. 2003. La “Teoría de la Tierra” (1785, 1788) de James Hutton: Visión cíclica de un mundo cambiante. Enseñanza de las Ciencias de la Tierra 12.2: 126-132.

[7] Cuvier, G. 1826. Discours sur les révolutions de la surface du globe et sur les changements qu'elles ont produits dans le règne animal. Chez G. Dufour et Ed. d'Ocagne. Paris.

[8] Hallam, A. 1983. Great Geological Controversies. Oxford University Press. Oxford (Hay traducción: Grandes controversias geológicas. Labor. Barcelona. 1985).

[9] Pedrinaci. E. 1992. Catastrofismo versus actualismo. Implicaciones didácticas. Enseñanza de las Ciencias 10.2: 216-222.

[10] Alvarez, W. 1997. T. Rex and the Crater of Doom. Princeton University Press. (Hay traducción: Tyrannosaurus rex y el cráter de la muerte. Crítica. 1999).

[11] Gould, S. J. (1987). Time’s Arrow. Time’S Cycle. Myth and Mettaphorin the Discovery of Geological Time. Harvard University Press. Cambridge. Massachusetts. (Hay traducción: La flecha del tiempo. Alianza. Madrid. 1992).

[12] En el primer volumen de Proceedings of The Geological Society, de 1831. Recogido en Hallam, A. (1983).

[13] Wilson, J. T. 1968. Revolution dans les Sciences de la Terre. Vie et Milieu, XIX, 2B: 395-424 (Traducción en: Revolución en las Ciencias de la Tierra. Enseñanza de las Ciencias de la Tierra 1.2: 72-85. 1993)

[14] Anguita, F. 1993. La Teoría General de los Sistemas y las Ciencias de la Tierra. Enseñanza de las Ciencias de la Tierra 1.2: 87-89.