La Tierra como un todo
Francisco Anguita.
La teoría general de los sistemas y las ciencias de la Tierra
Gunung Bromo, caldera Tengger y volcán Semeru, al fondo. Isla de Java |
“Cuando Dios, el Señor (…) nos hizo emigrar
del aire a las más hondas profundidades, allá donde en el centro arde un fuego
eterno, nos encontrábamos ante un excesivo fulgor, muy apretados e incómodos.
Los diablos empezamos a toser todos a la vez, el infierno se inundó de hedor de
azufre y ácido. Se formó un gas tan horrible que la corteza de la tierra de los
continentes estalló en todo su grosor. Ahora hemos pasado al otro extremo, lo
que antes era abismo ahora es cumbre.”
Fausto
le responde:
“La masa de montañas permanece
distinguidamente silenciosa ante mí. No pregunto ni de dónde procede ni por qué
está ahí… Cuando la naturaleza se construyó a sí misma, el globo terráqueo tomó
por sí mismo una perfecta forma redonda; luego se solazó creando picos y
barrancos, luego plácidamente modeló las colinas y suavizó las pendientes en el
valle. Allí todo verdea y crece y para entretenerse no necesita hacer locuras”.
A
lo que Mefistófeles replica:
“Eso es lo que tú piensas y te parece tan
claro como la luz del sol, pero el que estuvo allí presente sabe que fue de
forma diferente. Allí estaba cuando la masa hirviente del abismo borboteando se
hinchó despidiendo una tormenta de llamas, cuando el martillo de Moloc,
fundiendo unas rocas con otras, arrojaba a gran distancia los escombros del
monte. En la tierra están aún inmóviles esas extrañas masas. ¿Quién puede
explicar la fuerza de ese impulso? El filósofo no puede explicarla. La roca
está allí y hay que dejarla, lo hemos meditado hasta perder la cabeza. El
pueblo sencillo es el único que comprende sin caer en el desvarío. La sabiduría
ha tenido mucho tiempo para madurar en él. Este es un prodigio que se debe
atribuir a Satanás”.
De
todo lo anterior, Fausto concluye:
“Es curioso observar cómo contemplan los
diablos la naturaleza”.
El
diálogo queda lejos de la inocencia. Goethe era un escritor muy interesado en
la ciencia y, como buen representante del Romanticismo, un apasionado defensor
de sus ideas. Entre los temas de su mayor interés estaba la geología, que en
aquellos tiempos albergaba una fuerte controversia sobre el origen de las
rocas. En un lado se situaban los neptunistas, con el nombre del dios de los
océanos por bandera. Estos sostenían que la Tierra se inició inundada por aguas
que, en su retroceso, dejaron los sedimentos que hoy constituyen las rocas. En
el otro lado estaban los plutonistas, adscritos al dios del inframundo y
defensores de un origen telúrico para las rocas antiguas, nacidas de procesos
volcánicos en el interior de la Tierra. Observando el reparto entre los
personajes de la obra de la defensa de una u otra teoría resulta fácil
averiguar de qué pie cojeaba Goethe en aquella controversia geológica. El
inframundo, al que se accede desde el averno, aquel cráter legendario oculto
bajo las aguas y desprovisto de vida alada, siempre fue el territorio
predilecto de los dioses caídos, de ahí que Mefistófeles fuera plutonista en la
imaginación del ilustre escritor.
Entre
todas las ciencias naturales, la que más tardó en encontrar una teoría global
bajo la que ampararse fue la geología. O quizás no sea del todo cierto, ya que hoy,
tras la revolución einsteniana y la réplica cuántica que le privaron del
paraguas newtoniano, la más “dura” de las ciencias, la física, con la que se
inició la revolución científica galileana, esta huérfana de una teoría
unificadora definitiva. La ansiada y pretenciosa “teoría del todo” se resiste a
ser desentrañada. Ya en la última de sus siete famosas conferencias impartidas
en 1996, Stephen Hawkins dijo que “las
perspectivas de encontrar dicha teoría parecen ser mejores ahora porque sabemos
mucho más sobre el universo. Pero no hemos de confiar demasiado. Ya hemos
tenido falsos amaneceres”[1]. Lo malo
fue que la parte más pesimista de la premonición se hizo realidad, porque un
cuarto de siglo después, aquellos ansiados amaneceres verdaderos siguen siendo
tan poco ciertos como entonces. De hecho, aunque sin consenso total, muchos
científicos piensan que la teoría unificada puede ser simplemente una meta
imposible debido al teorema de incompletitud de Gödel. El mismo Hawkins acabó
retractándose de lo que pudo haber de optimismo en su reflexión y en 2002
declaraba en otra conferencia impartida en la universidad de Texas A&M que
“algunas personas se sentirán muy
decepcionadas si no existe una teoría fundamental que pueda formularse como un
número finito de principios. Solía pertenecer a ese campo, pero he cambiado de
opinión. Ahora me alegra que nuestra búsqueda de comprensión nunca llegue a su
fin y que siempre tengamos el reto de un nuevo descubrimiento”[2]. Si la
montaña no viene a Mahoma, al menos que se perfile en el horizonte como objetivo
constante.
Por
su parte, y al margen de las tribulaciones de la física con su teoría global,
la geología ha caminado con ritmo titubeante por su propia historia, demasiado
vigilada desde la larga sombra de los textos religiosos fundacionales que
siempre se mostraron más inquietos con las ciencias naturales (biología y
geología) que con la física o la química, a pesar del caso Galileo (si es que
es adscribible a la física y no a la geoplanetología). Esto ha lastrado durante
mucho tiempo el avance de las ciencias ocupadas en interpretar el planeta y la
vida. De hecho, si fijamos entre los siglos XVI y XVII la fundación moderna de
la física con Copérnico, Kepler y Galileo, podemos identificar el surgimiento
de la geología moderna con la obra de Charles Lyell, ya en el XIX, aunque
algunos prefieren conceder la paternidad a James Hutton (siglo XVIII) o incluso
su antecedente en un Nicolas Steno (siglo XVII) que en la parte final de su
vida se desentendió de la ciencia para arrojarse en brazos de la religión, que
le premió muchos años más tarde con la beatitud por obra y gracia de Juan Pablo
II. En todo caso, a los tres les debemos otros tantos pasos esenciales en la
consolidación de la geología como una ciencia moderna.
En
el año de la muerte de Goethe y la publicación póstuma de Fausto II, Darwin viajaba
en el Beagle, donde leía con avidez los Principios
de Geología de Charles Lyell, cuyo segundo tomo recibió en Sudamérica. A su
vuelta a Inglaterra conoció al ilustre geólogo en la Sociedad Geológica,
manteniendo desde entonces una estrecha amistad con él, lo que llevaba al
naturalista del Beagle a desayunar en la casa londinense de su amigo durante
sus estancias en Londres (Darwin vivía en el campo), a la par que Lyell también
visitaba a Darwin en su casa de Down. De hecho, fue durante una de las visitas
del escocés a la casa familiar de los Darwin, tras un viaje a las Islas
Canarias, cuando Lyell convenció a su amigo para que publicase sus ideas sobre
el origen de las especies.
La
amistad y el respeto científico hizo también que fuera Lyell uno de los
primeros en leer las pruebas de imprenta del Origen de las especies, algo más que razonable, pues, aunque al
geólogo le costó aceptar completamente la teoría darwinista, su obra fue la que
empujó a Darwin a ver el mundo de otra manera, según éste mismo reconoció. Aquellos
Principios de Geología habían
asentado las premisas esenciales de una nueva geología científica basada en la
potencia explicativa del actualismo,
es decir, de la posibilidad de hacer ciencia a partir de la presunción de que
los fenómenos pasados son conocibles con el estudio de los procesos que
actualmente operan en la Tierra o con los que pueden simularse en los
laboratorios, una idea poderosa que se resume magníficamente en su frase
icónica: “El presente es la llave del
pasado”.
Pero
volviendo al posicionamiento nada neutral de Goethe, hay que recordar que, tas
las aportaciones ignoradas de Steno, aquellos albores de la geología conocieron
dos grandes debates, relacionados entre sí, en los que estuvieron implicados
Hutton y Lyell[3]. El
primero es el que enfrentó encarnizadamente a neptunistas con plutonistas: el
que llevó al escritor romántico a presentar al diablo como aliado envenenado de
los plutonistas. Era una decisión errónea, al menos si consideramos que el
diablo esta en el lado equivocado.
Los
neptunistas como Goethe pensaban que todas las rocas se habían formado en el
fondo de una pantalasa primigenia, un enorme océano que habría cubierto el
planeta recién formado y del que surgiría por desecación el actual. El
pretendido origen marino servía también para rocas que hoy sabemos que proceden
de una génesis completamente diferente, como son los granitos y los basaltos
(los primeros proceden del enfriamiento lento de magmas a gran profundidad,
mientras que los basaltos surgen de un enfriamiento rápido, por lo que ambas
son rocas ígneas o magmáticas). El bando neptunista lo lideraba Abraham Gottlob
Werner, un profesor de la prestigiosa Academia de Minas de Freiberg que gozaba
de gran reputación. La teoría, además de explicar el origen de las rocas,
justificaba razonablemente bien la existencia de los fósiles marinos encontrados
en tierras continentales y, para colmo, se acomodaba bastante bien a la
historia bíblica del diluvio universal, lo que no dejaba de suponer una
importante ventaja entre algunos de los interesados en el debate.
Los
plutonistas, por su parte, se sintieron atraídos por la actividad volcánica, fenómeno
por entonces muy mal conocido. Identificaban el origen principal de las rocas
con las actividades subterráneas al sospechar fundadamente que la Tierra estaba
muy caliente por dentro y considerando que ahí radicaba la causa esencial de la
formación y consolidación de las rocas originales. Su líder era James Hutton.
El
retrato más conocido al que podemos recurrir para poner rostro a James Hutton
es una pintura del también edimburgués Henry Raeburn. En ella se nos muestra un
hombre de rostro alargado, frente despejada y aspecto remilgado, sentado, con
la botonera del chaleco desabrochada en la barriga y las manos cruzadas sobre
el regazo. Junto a él, una mesa con piedras, fósiles y papeles parece
indicarnos algo sobre sus temas de interés. Nadie diría que ahí se representa
un hombre “divertido, obsceno y un poco
rudo al que le encantaba el whisky, las mujeres y debatir nuevas ideas”,
pero así debía ser Hutton si nos atenemos a lo que sostiene la serie documental
de la BBC “The men of rock” en su
capítulo titulado “James Hutton, el
blasfemo que reveló que la verdad sobre la Tierra no estaba en la Biblia y nos
dio el tiempo profundo”[4].
Hutton
había estudiado medicina en Edimburgo y –en línea con la descripción anterior-
parece que disfrutaba de “jugar a médicos” sin medidas preventivas, porque la
señorita Edington, con la que nunca se casó, se quedó embarazada por él. La
solución al entuerto fue propia de la época. La joven fue enviada a Londres,
donde tuvo su hijo al que mantuvo económicamente Hutton, aunque sin mediar trato
personal. Por su parte, la familia de James lo apartó discretamente de en medio
enviándolo a París con la excusa de cursar estudios de anatomía y química.
Terminados estos, Hutton retornó a Escocia para vivir en una granja. Aquel
exilio rural le llevó a interesarse por la naturaleza. Abandonó la medicina y
se apasionó con la experimentación química y la agricultura, que comenzó a practicar
en unos terrenos heredados en Norfolk, Inglaterra. Desde entonces, su interés
por la geología no dejó de crecer.
Hutton
volvió a la capital escocesa en 1767. Edimburgo era en aquel tiempo una ciudad
cosmopolita e ilustrada, llena de posibilidades culturales. Allí vivían o lo
frecuentaban destacadas figuras de la ciencia, la industria y el pensamiento[5]. En la
ciudad, comparte vecindad con David Hume y se hace amigo íntimo de Joseph
Black, el químico que descubrirá la balanza analítica y las propiedades del
dióxido de carbono, una hazaña lograda gracias a experimentos ingeniosos,
aunque poco gratos para sus protagonistas, como el consistente en encerrar un
ratón en una campana hermética de cristal llena del gas dióxido de carbono (que
Black obtenía calentando caliza, ya que fue el primero en lograr aislar así este
gas). El dióxido de carbono acababa con la vida del ratón, un hecho luctuoso
del que Black obtuvo la razonable conclusión de que se trataba de un gas
irrespirable.
Hutton
trabó también amistad en Edimburgo con otro vecino ilustre llamado Adam Smith,
que se había instalado en la ciudad en 1778 como inspector de aduanas.
La
vida en la ciudad era, para este tipo de gente brillante y afortunada, un
excelente lugar donde compartir y fomentar el ingenio, la creatividad y la
experimentación con algo de transgresión venida de la mano de una Ilustración
liberadora y liberal en el verdadero sentido del término, que hoy para haberse
perdido. Así, ya maduritos, Hutton, Smith y Black fundaron el Oyster Club (el “Club de la Ostra”),
donde, mientras discutían sobre todo tipo de temas, consumían importantes
cantidades del codiciado lamelibranquio que daba nombre del club. A las
animadas reuniones, que tenían lugar en diferentes tabernas de la ciudad,
asistían ocasionalmente prestigiosos invitados venidos de fuera, como James
Watt, que vivía en Birmingham, u otros que, como Benjamin Franklin, venían de
mucho más lejos.
El
intercambio multidisciplinar de ideas es siempre productivo y si se acompaña
con buenos alimentos y agradable compañía, la cosa mejora ostensiblemente como
demuestra la fertilidad de ideas y acciones que nos dejaron aquellos pioneros
de la ciencia y la tecnología. Podemos pensar, de hecho, que tal vez fueron las
experiencias que contaba Watt sobre sus máquinas de vapor las que, entre ostra
y ostra, le sugirieron a Hutton que el interior de la Tierra bien podía
funcionar como una inmensa máquina de calor en la que los volcanes no eran sino
una consecuencia superficial. Tampoco debió resultar ajeno el que el castillo
de Edimburgo se levantara precisamente sobre los basaltos de una antigua
chimenea volcánica carbonífera, una clara baza a favor de apuntarse al bando
plutonista, situando a los miembros del club de la ostra en el lado
mefistofélico de la división goethiana.
En
1785, James Hutton presentó en la Real Sociedad de Edimburgo su Teoría de la Tierra, que se publicó tres
años después. Para algunos lectores de piel muy fina, la obra constituía una
ofensa religiosa por negar el papel estelar al diluvio universal (a diferencia
de lo que ocurría en la explicación neptunista), centrando el origen de la
actividad geológica en el interior ardiente de la Tierra, un lugar que, para la
mayoría de las mitologías y religiones, es el hogar del inframundo o del
infierno. En ese contexto, resulta evidente que el plutonismo no constituía la
mejor manera de hacer amigos en los ambientes más religiosos. En realidad,
antes que Hutton ya habían defendido hipótesis vulcanistas gentes de sotana en
ristre, como fue el caso, en el siglo XVII, del jesuita Athanasius Kircher,
cuya obra “El mundo subterráneo” se
basaba en su experiencia con las erupciones del Etna, el Estrómboli y el
Vesubio; o del abad Anton Lazzaro Moro, ya en la primera mitad del XVIII. Pero
eso no evitó los recelos que la obra de Hutton generó en su momento.
En
su obra, Hutton describe un proceso cíclico de alternancia entre la decadencia
y la restauración, la destrucción y la formación, componiendo una sucesión
interminable de estados donde no se atisba ni principio ni final, algo
ciertamente poco ajustado a la mentalidad del dogma religioso cristiano. Además, Hutton defiende una antigüedad para
la Tierra que nada tiene que ver con el limitado marco de tiempo que sugiere la
Biblia. Sin embargo, la obra no pretende colisionar con la religión (aunque sí
con una interpretación literal de la Biblia). De hecho, Hutton acude a una
explicación de origen divino para su máquina terrestre, que considera creada
con el fin de servir de hogar a los seres humanos. Aun así, el que luego será
considerado uno de los padres de la geología, era, para muchos de sus coetáneos,
un hereje, un blasfemo o, peor aún, un maldito ateo.
Dos
son los elementos esenciales que propone Hutton en la construcción de la nueva
ciencia geológica: el recurso a datos procedentes de la observación y la noción
de uniformismo o uniformitarismo, un precedente de lo que luego Lyell denominará actualismo. El uniformitarismo concibe
una Tierra dinámica asentada en el mecanicismo newtoniano que representan los
ciclos reiterados de formación y destrucción de los materiales geológicos, todo
ello desarrollado a un ritmo gradual y constante. La percepción de un planeta
en cambio continuo, aunque se trate de un equilibrio dinámico, encajaba bien en
la filosofía fisicista y positivista del momento, pero, con todo, la
representación terrestre como una máquina compleja donde interactúan cuatro
sistemas (rocas, agua, aire y seres vivos) también ha sido interpretada como
una idea precursora de los enfoques de la teoría de sistemas de Bertalanffy[6], lo que
supondría una interesante y notable anticipación de la percepción sistémica
moderna.
Lamentablemente,
la prosa de Hutton era terriblemente farragosa, lo que no contribuyó
precisamente a la difusión del plutonismo y el uniformitarismo. Además, aunque
los postulados petrogenéticos de sus adversarios neptunistas eran erróneos, la
aportación estratigráfica que contenían era consistente. Por otra parte, entre
las filas de los seguidores del origen marino de las rocas figuraban nombres de
incuestionable relieve, destacando el de George Cuvier, que murió menos de dos
meses después de Goethe, cuyo declarado objetivo científico era nada menos que
“mostrar cómo la historia de los huesos
fósiles se relaciona con la teoría de la Tierra”[7].
La magna obra de Cuvier acoge postulados catastrofistas que, en sus versiones
modernas, son perfectamente asumibles por la geología actual, como es el caso
de las extinciones masivas de especies, la existencia de variaciones en el
nivel del mar o las modificaciones en la disposición original de los estratos
más antiguos, cuestiones que, según el Barón de Cuvier, “no dejan lugar a duda de que fueron causas repentinas y violentas las
que produjeron las formaciones que observamos hoy”.
Por
tanto, la disputa de aquellos tiempos no resultaba tan trivial como a veces se
presenta hoy y la controversia, más que acabar, se trasladó a un nuevo debate
condicionado por los avances en el descubrimiento e interpretación de los
fósiles. La nueva pelea se dará entre catastrofistas y uniformitaristas[8], y fue, en
cierto modo, una versión actualizada de la anterior. Ahí es donde entran en
escena Lyell y sus Principios de Geología.
Aunque
este segundo debate ha sido caricaturizado posteriormente, penalizando a los
catastrofistas presentándolos como dogmáticos más preocupados por la búsqueda
de explicaciones sobrenaturales y cataclismos de reminiscencias bíblicas que
por la geología como ciencia, en tanto se reservaba el papel de científicos
racionales y ponderados a los uniformitaristas (o actualistas, en la versión
lyelliana), la verdadera historia es, como suele ocurrir, bastante más
compleja. Tan compleja como que “es
perfectamente posible utilizar métodos actualistas y llegar a conclusiones
‘catastrofistas”, como señaló acertadamente Emilio Pedrinaci[9]. Una
muestra de esto es la apasionante investigación llevada a cabo a finales del
siglo XX sobre la colisión de un asteroide hace 65 millones de años en
Chicxulub (México) y su efecto en la extinción de dinosaurios y ammonites[10]. ¿Hay
algo más catastrófico que la terrorífica visión de un asteroide impactando
junto a la costa mesoamericana, incendiando los bosques cercanos y provocando
un tsunami devastador, mientras se extiende por el planeta una polvareda
indescriptible que acaba extinguiendo las criaturas más sugestivas de la
historia de la Tierra, aquellos dinosaurios bautizados en 1842 por Richard Owen
con aquel término evocador de “lagartos terribles”? ¿Y qué hay más actualista
que detectar la presencia del elemento Iridio, frecuente en los meteoritos y
raro en la Tierra, en los sedimentos de los estratos intermedios entre el
Cretácico y el Paleógeno, presentes en diversos lugares del mundo como el
flysch de la costa vasca de Zumaia o el barranco del Gredero, en la murciana Caravaca
de la Cruz?
El
debate entre uniformitaristas y catastrofistas tuvo lugar principalmente en la Geological Society durante los años 30
del siglo XIX y fue más cortés y mesurado que el anterior entre plutonistas y
neptunistas. Muy pronto se escoró del lado actualista, ya que aunque los
catastrofistas, herederos con nuevos argumentos de las ideas neptunistas de
Werner, defendían planteamientos más variados que la mera idea del gran diluvio
inaugural de la Tierra, se vieron muy condicionados por esa imagen de escaso
futuro. De hecho, eran conocidos como diluvialistas,
quedando identificados con el afán de ajustar la geología a las historias
bíblicas, algo que ocurrió de forma destacada con algunos de sus defensores,
como el prestigioso profesor de mineralogía de Oxford William Buckland. Al
final, nada de ello ayudó a su causa, en tanto que la aportación de pruebas y
la enorme capacidad persuasiva y argumentativa de Lyell, a la que contribuía
sin duda su condición de abogado, convencieron pronto a la mayoría de sus
colegas.
Sobre
la brillante capacidad argumentativa de Lyell y su trascendencia para el debate,
Stephen Jay Gould escribió lo siguiente: “Charles
Lyell fue un gran escritor, y una gran parte de su enorme éxito es solo un
reflejo de su habilidad verbal; no solo por el acierto en la elección de las
palabras, sino también por la extraordinaria habilidad para formular y
desarrollar argumentos, encontrando siempre oportunas alegorías y metáforas
para su soporte”[11]. Es
curiosa esta opinión del extraordinario divulgador científico que fue Gould
porque, leyéndola, no puede evitar pensarse que la descripción que hace de
Lyell no es menos acertada para describir al propio Gould. En todo caso, los
argumentos de Lyell convencieron, como denota la honesta confesión de Adam
Sedgwick, el profesor de Cambridge al que acompañó el joven Darwin en una
excursión por Gales. En su despedida como presidente de la Sociedad Geológica,
Sedwick declaró: “Puesto que yo mismo
creía y propagué con todas mis fuerzas lo que considero ahora como una herejía
filosófica… creo justo, como uno de mis últimos actos antes de abandonar esta
presidencia, proclamar públicamente mi retractación”[12].
Chapeau!
A
pesar de la resolución del conflicto a favor del actualismo, no fue hasta los
años sesenta del siglo XX cuando surge una completa teoría unificadora y global
sobre la Tierra inanimada. Es la tectónica global, donde encuentran
justificación todos los procesos litológicos, tanto internos (el magmatismo, el
metamorfismo, las deformaciones de las rocas, etc.) como externos (la
meteorización, la erosión o la sedimentación); y lo hacen formando parte de un
proceso global de disipación de la energía a través del dinamismo terrestre,
cuya consecuencia, además de la generación de procesos volcánicos y sísmicos,
es la creación de nuevas formas y relieves en un planeta excepcionalmente
cambiante.
Uno
de los nombres indispensables en la formulación de la nueva teoría de la Tierra
es el de John Tuzo Wilson, que terminó de cerrar el esquema básico de la propuesta
con la formulación del ciclo teórico que lleva su nombre, para lanzar una
propuesta metodológica aparentemente sencilla: “debemos estudiar la Tierra como un todo, como un sistema único”[13]. Wilson
escribe esto en 1968, cuando considera que aún no se dispone de una verdadera
ciencia global sobre la Tierra, sino solo de un conjunto de conocimientos
subsidiarios (mineralogía, estratigrafía, sismología, paleontología, etc.), de
cuya adición no se obtiene la ciencia efectiva capaz de realizar predicciones
científicas (la suma de las partes no explica el todo).
Efectivamente,
ni las dorsales ni las fallas transformantes podían haber sido predichas o
explicadas con la geología anterior a la tectónica de placas. Pero no se trata
solo de la parte sólida de la Tierra. Se ha de integrar en la nueva ciencia el
conocimiento de la atmósfera y de los grandes sistemas acuáticos (mares y
océanos), levantando unas ciencias de la Tierra superadoras del limitado campo
de la vieja geología al sumar la climatología, la meteorología o la
oceanografía con la estratigrafía, la mineralogía, la petrología, la geofísica
y otros campos tradicionalmente geológicos. En conjunto, supone uno de esos
raros procesos que Thomas Kuhn calificó de “revolución científica”, aportando una
nueva concepción de la Tierra convertida en un auténtico paradigma científico necesitado
de un enfoque sistémico[14] que permite
percibir la Tierra como un todo global, interactivo y complejo.
[1]
Hawkins, S.W. 2007. The Theory of Everything.
(New Ed.). Phoenix Books. (Hay traducción: La teoría del todo. Debate. Barcelona. 2007).
[2]
La conferencia se tituló “Gödel and the End of Physics” y puede consultarse en:
http://yclept.ucdavis.edu/course/215c.S17/TEX/GodelAndEndOfPhysics.pdf
[3]
Hallam, A. 1983. Great
Geological Controversies. Oxford University Press. Oxford (Hay traducción: Grandes controversias geológicas. Labor.
Barcelona. 1985).
[4]
https://www.bbc.com/mundo/noticias-40659009 (23 de julio de 2017).
[5]
McIntyre. D.B. 2004. El Edimburgo de James Hutton (1726-1797). Enseñanza de las Ciencias de la Tierra
12.2: 117-125.
[6]
García Cruz, C.M. 2003. La “Teoría de la Tierra” (1785, 1788) de James Hutton:
Visión cíclica de un mundo cambiante. Enseñanza
de las Ciencias de la Tierra 12.2: 126-132.
[7]
Cuvier, G. 1826. Discours sur les révolutions de la surface du globe et sur
les changements qu'elles ont produits dans le règne animal. Chez G. Dufour
et Ed. d'Ocagne. Paris.
[8]
Hallam, A. 1983. Great Geological Controversies.
Oxford University Press. Oxford (Hay traducción: Grandes controversias geológicas. Labor. Barcelona. 1985).
[9]
Pedrinaci. E. 1992. Catastrofismo versus actualismo. Implicaciones didácticas. Enseñanza de las Ciencias 10.2: 216-222.
[10]
Alvarez, W. 1997. T. Rex and the Crater
of Doom. Princeton University Press. (Hay traducción: Tyrannosaurus rex y el cráter de la muerte. Crítica. 1999).
[11]
Gould, S. J. (1987). Time’s Arrow. Time’S
Cycle. Myth and Mettaphorin the Discovery of Geological Time. Harvard
University Press. Cambridge. Massachusetts. (Hay traducción: La flecha del tiempo. Alianza. Madrid.
1992).
[12]
En el primer volumen de Proceedings of The Geological Society, de 1831.
Recogido en Hallam, A. (1983).
[13]
Wilson, J. T. 1968. Revolution dans les Sciences de la Terre. Vie et Milieu, XIX, 2B: 395-424
(Traducción en: Revolución en las Ciencias de la Tierra. Enseñanza de las Ciencias de la Tierra 1.2: 72-85. 1993)
[14]
Anguita, F. 1993. La Teoría General de los Sistemas y las Ciencias de la
Tierra. Enseñanza de las Ciencias de la
Tierra 1.2: 87-89.