La divulgadora que ayudó a Darwin

 


Durante la preparación de mi libro “La cuarta cultura”[1], tuve que documentarme sobre una mujer que facilitó el trasvase de ideas entre dos grandes hombres que no se conocían. Su papel, que bien podemos calificar de divulgación fructífera, agilizó cuando menos el advenimiento de la mayor revolución que haya experimentado la biología a lo largo de su historia. Es cierto que la excesiva prudencia de uno de aquellos hombres retrasó bastante tiempo la presentación en público de sus ideas, pero el tiempo transcurrido no fue en balde, ya que el trabajo paciente y metódico en la sombra permitió acumular una cantidad suficiente de argumentos y pruebas para que cuando finalmente salieron a la luz lo hicieran con contundencia. La tarea de puente que ejerció aquella mujer no fue, por tanto, en vano.

Los ilustres varones de esta historia eran un clérigo economista (Robert Malthus) y un fallido clérigo reconvertido a naturalista (Charles Darwin). La mujer que orientó al segundo de aquellos hombres para que se interesara por la obra del primero (un libro titulado “Ensayo sobre el principio de población”) era una escritora y periodista llamada Harriet Martineau, que mantuvo amistad con ambos. En el caso de Darwin, fueron sus hermanos quienes lo relacionaron con Harriet. Primero Caroline, una de sus hermanas, que la mencionaba elogiosamente en las cartas que enviaba a su hermano mientras este daba la vuelta al mundo a bordo del Beagle y que el joven naturalista recogía en los diferentes puertos donde recalaba. Luego, al parecer encargado por su padre, para que vigilara la amistad que su hermano Erasmus mantenía con Harriet, que a ojos del estricto padre de los Darwin, era excesivamente radical.

Es notorio que la noción malthusiana acerca de cómo el crecimiento poblacional sigue una regla exponencial en tanto que el de los recursos lo hace de forma aritmética forma una parte esencial en el fundamento de actuación de la selección natural que Darwin estableció como exitosa explicación evolutiva. Pero si Malthus y Darwin han pasado a la historia de las ideas como dos gigantes, la mujer que sirvió de enlace intelectual entre ambas ha quedado más en la sombra, a pesar de la indudable relevancia que tuvo en su momento en el ambiente intelectual de la sociedad londinense de su tiempo.

Harriet Martineau es una de esas mujeres excepcionales posiblemente opacadas en su merecido reconocimiento posterior por el escaso interés que la historia ha destinado al género femenino. En este caso no es por falta de documentación, pues ella misma publicó una autobiografía[2] en 1855, un tiempo en el que pensó que iba a morir tras la visita a un médico que le dictaminó una condición cardíaca terminal. No fue así y Harriet continuó viviendo más de veinte años más, hasta que finalmente en 1876 murió con 74 años recién cumplidos. No es la única referencia completa sobre su vida, pues otra mujer singular, la escritora y sufragista Florence Fenwick Miller se interesó por ella, escribiendo una biografía[3] que se publicó en 1884, ocho años después de la muerte de Harriet. Ambas mujeres reflejaron en sus vidas (distanciadas por medio siglo) unas trayectorias semejantes en cuanto a las adversidades que encontraron como mujeres para poder desarrollar sus capacidades. Si Martineau tuvo que completar su formación de una forma bastante autodidacta y contra corriente, Florence nunca pudo ejercer la medicina, que había conseguido estudiar en Edimburgo, por la negativa de la universidad a otorgarle el merecido título por ser mujer. Ambas optaron por orientarse hacia el periodismo y la escritura.

Nacida en 1802 en Norwich, Harriet Martineau sufrió una infancia desgraciada marcada por una salud muy precaria en un entorno familiar poco indulgente con las particulares condiciones de la pequeña, tanto por parte de unos hermanos mayores poco empáticos (“yo era casi la más joven de una familia numerosa, y estaba sujeta, no sólo a la regla de severidad a la que todos eran expuestos, sino también al trato rudo y despectivo de los niños mayores, que no querían hacer daño, pero me hirieron irreparablemente”), como por una madre severa y tal vez poco proclive a la ternura. La situación estuvo a punto de acabar en tragedia ya a los siete años cuando Harriet intentó suicidarse, un acontecimiento que relata en su biografía:

Siendo generalmente muy infeliz, añoraba constantemente el cielo, y muy a menudo planeaba suicidarme para llegar allí. Estaba seguro de que el suicidio no me impediría llegar allí. Sabía que se consideraba un delito; pero no lo sentí así”. El cuchillo de cocina que tomó para degollarse no cumplió su cometido gracias a que los sirvientes de la casa estaban cenando y, al verla, consiguieron evitar el fatal desenlace.

El origen de los problemas infantiles de Harriet tuvo que ver, pues, con su endeble condición física: “mi salud ciertamente fue muy mala hasta que estuve más cerca de los treinta que de los veinte años; y nunca un pobre mortal estuvo maldecido con un sistema nervioso más miserable”. Una condición que se originó ya en el comienzo de su vida:

 El relato de mi madre fue que casi morí de hambre en las primeras semanas de mi vida, ya que la nodriza era muy pobre y se aferraba a su buen lugar después de que se le acababa la leche”.

Fuera por esa o por otras razones, Harriet comenzó a manifestar sobre los doce años una sordera que la acompañaría toda la vida, tras agudizarse a los dieciocho. Con treinta y dos años escribió un texto emotivo y valiente donde expresa el sufrimiento que esta discapacidad le causó durante su infancia y juventud. En él destaca la entereza con la que se sobrepuso a sus males y desde la que aconsejaba a sus posibles lectores con similares carencias:

Nunca podremos ir más allá de la necesidad de tener a la vista lo peor y lo mejor que se puede hacer con nuestra suerte. Lo peor es hundirse bajo la prueba o volverse insensible ante ella. Lo mejor es ser lo más sabio posible bajo una gran discapacidad, y lo más feliz posible bajo una gran privación[4].

Esta “Carta a los sordos”, como tituló el texto, es considerada el primer análisis social de la sordera que aborda los retos sociales de la pérdida de audición[5]. Pero no fue la sordera la única discapacidad sensorial de Harriet, pues parece que también el olfato y el gusto los tenía afectados. Si esa precaria condición sensorial condicionó la extremada sensibilidad religiosa que mantuvo de joven Harriet es una hipótesis más que posible:

Debo haber sido una niña notablemente religiosa, porque el único apoyo y placer que recuerdo haber tenido desde una edad muy temprana provino de esa fuente”. 

En sus primeros años, Harriet recibió una educación familiar bastante poco usual en el caso de la mayor parte de las niñas de su época. Educada inicialmente en casa por sus propios hermanos mayores, a los once años asistió a una escuela unitaria durante dos años. Aquella fue una experiencia que dejó a la pequeña Harriet buenos recuerdos debido principalmente a la personalidad del maestro, el señor Perry. “Esa deliciosa escolaridad a la que siempre recurro con clara satisfacción y placer”, escribirá luego sobre esa etapa de su vida. Aquellos dos años de escolarización le parecieron toda una vida para recordar, de manera que en su biografía afirma que “hasta el día de hoy ocupa un espacio desproporcionado en la retrospectiva de mi existencia, tan inestimable era su importancia”.

Tras aquel paréntesis llegaron años tediosos en los que aunque recibía lecciones de latín, francés y música seguidos de lecturas familiares de historia o literatura, destinaba obligatoriamente largas horas a la costura como parte de una instrucción femenina propia de la mentalidad de la época. La costura fue, sin embargo, una labor que siempre le gustó, aunque considerara que le había hecho perder muchas horas que podrían haber sido mejor empleadas en otros aprendizajes. Extremadamente tímida y asediada siempre por su mala salud y la creciente sordera, calificaría más tarde su personalidad en esos años como deprimida y conflictiva.

Fue por esa época cuando Harriet tiene un primer contacto con la economía política (aunque no bajo ese nombre) gracias a las páginas del Globe, el periódico que leía la familia. No fue algo que, en aquel momento, la apasionara, como constatará con humor en su biografía:

Ahora recuerdo lo divertido que se sintió el señor Malthus, veinte años más tarde, cuando le dije que estaba harto de su nombre antes de cumplir los quince años de edad”.

Vino luego una etapa de quince meses pasados como inetrna en una escuela que unos parientes habían abierto en Bristol. Allí fue moderadamente feliz, según su relato, regresando a su casa familiar, en Norwich, en 1819.

Sobre los veinte años, Harriet publica su primer texto en una pequeña revista unitarista (la corriente del cristianismo protestante a la que Harriet pertenecía). Lo hace firmando como varón, según recoge la biografía de Florence Fenwick Miller, aunque ella, en su autobiografía, obvia este detalle significativo de la situación adversa para que una mujer se hiciese un hueco como escritora.

A aquel le seguirán otros textos en los que va abordando aspectos reivindicativos de la situación de la mujer, particularmente destinados a destacar la importancia de acceder a la educación. Ella misma lo relata:

Cuando yo era joven, no se consideraba apropiado que las jóvenes estudiaran de manera muy llamativa; y sobre todo con bolígrafo en mano. Se esperaba que las señoritas (al menos en las ciudades de provincia) se sentaran en el salón a coser, durante el cual se permitía leer en voz alta, o practicar música”.

Muy marcada por la religiosidad, sus primeros libros versan sobre temas teológicos como recogen sus títulos, bastante poco atractivos: “Ejercicios devocionales” y “Discursos, oraciones e himnos”. La impresión del segundo coincidió con el agravamiento de la enfermedad hepática que padecía su padre, entonces muy alterado por la crisis económica que atravesaba Gran Bretaña en los años 1925-26 y que afectó directamente al negocio familiar. De hecho, en 1826 Thomas Martineau fallece dejando a la familia en una situación bastante precaria. Eso, paradójicamente, supondrá para Harriet una cierta liberación parcial de las responsabilidades caseras que le restaban tiempo a su dedicación escritora, que adquiría mayor interés familiar por la posibilidad de obtener algún pequeño ingreso con sus escritos.

En ese tiempo experimenta un fallido compromiso de matrimonio, resuelto con la enfermedad y súbita muerte del que iba a ser su marido. El proceso es tan rápido y desconcertante que, si en su momento pudo causar dolor a Harriet, lo contemplaría luego como un hecho positivo (“La verdad es que estoy muy agradecida por no haberme casado”).

Harriet incrementa su actividad literaria escribiendo numerosos textos, muchos de los cuales son publicados con cierto éxito. Inicialmente son cuentos, pequeñas historias o poemas, pero pronto empieza a escribir ensayos sobre temas filosóficos. En 1827 cae en sus manos “Conversaciones sobre economía política[6], un libro de Jane Marcet (otra ilustre pionera de la divulgación científica) gracias a que un vecino había prestado el volumen a su hermana. Atraída por indagar sobre lo que era la economía política que aparecía en el título, con su lectura Harriet se percata de que esa nueva disciplina era el fundamento de aquello sobre lo que venía escribiendo:

Grande fue mi sorpresa al descubrir que lo había estado enseñando sin darme cuenta, en mis cuentos sobre Maquinaria y Salarios”.

El descubrimiento fue un aldabonazo que orientará su posterior carrera como escritora hacia lo que hoy se conoce como divulgación:

Inmediatamente se me ocurrió que los principios de toda la ciencia podrían transmitirse ventajosamente de la misma manera: no ahogándolos en una historia, sino exhibiéndolos en su funcionamiento natural en pasajes seleccionados de la vida social”.

Mientras tanto, la situación económica de la familia seguía agravándose. En 1829, tres años después de la muerte del padre, el negocio textil del que dependen todos entra en quiebra. La situación impulsa a Harriet a una dedicación aún más intensa a la escritura, dado que su sordera le impedía optar por la convencional salida laboral para mujeres cultas como ella: ejercer de institutriz. Tras unos años de cierta penuria económica mezclada con una intensa actividad escritora, se trasladará a Londres tras conseguir algunos premios con sus obras.

Desde que estableciera contacto formal en 1827 con la economía política a través de la lectura del libro de Marcet, Harriet se obsesiona con el tema y elabora un plan de publicaciones periódicas que denomina la Serie de Economía Política, considerando la difusión de esta nueva ciencia social un asunto de interés público. Su idea es escribir una serie de relatos que ilustren los principios de le economía política, facilitando así la interpretación de las ideas de los economistas políticos (Adam Smith, David Ricardo…) a los lectores. La propuesta topa con el escepticismo de los muchos editores con los que contacta. Finalmente, su férrea tenacidad consigue alcanzar un acuerdo con uno de ellos, aunque muy desventajoso. Estamos hablando de los primeros años de la década de 1830 y la idea abriría paso a una original y pionera experiencia de divulgación científica sobre temas sociales.

En 1832, un año después de aquel que vio embarcarse a un joven Charles Darwin (casi siete años menor que Martineau) en Plymouth en un viaje que cambiaría radicalmente su vida, su pensamiento y, con ellos, el porvenir de la biología, Harriet Martineau publica el primer número de su serie de historias. Se titula: “Ilustraciones sobre la economía política[7].

Ilustraciones de economía política constituye una innovación literaria arriesgada. Contra la opinión de muchos de los editores a los que había recurrido, la obra cosecha un éxito inmediato. Se venden más de diez mil ejemplares en cada entrega mensual, lo que convierte a Harriet en una escritora de éxito, liberándola de la precaria situación económica que había teñido de angustia su juventud:

A partir de ese momento, nunca he tenido otra preocupación por el empleo que no sea qué elegir, ni ninguna preocupación real por el dinero”.

Tras las cartas de su hermana Caroline que mencionan elogiosamente a la escritora y algún libro que le remitió a algún puerto por los que pasaba el Beagle, la relación directa entre Harriet Martineau y un Charles Darwin ya vuelto a Inglaterra vendrá a través de Erasmus, su hermano mayor, que portaba el nombre del divertido y brillante abuelo de ambos, pues el joven Erasmus formaba parte del amplio círculo de amistades de la escritora. En realidad, el acercamiento de Charles a Harriet fue impulsado por su padre, el médico Robert Darwin, preocupado por la relación que Erasmus mantenía con Harriet, a la que el padre de los Darwin consideraba demasiado radical. Así, Charles decidió conocerla. Como muestran varias cartas dirigidas a sus hermanas, la escritora también impresionó al naturalista, que la califica de “mujer maravillosa”. También desliza el naturalista en una de ellas un comentario donde evidencia los prejuicios sociales sobre las mujeres inteligentes de aquella pacata sociedad victoriana, prejuicios que alcanzan desde luego a Darwin, a pesar de su pensamiento generalmente liberal y su indudable brillantez intelectual, lo que no le impidió participar del supremacismo masculino propio de los tiempos manifestado tan clara como lamentablemente en sus opiniones sobre la inteligencia de las mujeres[8]. En todo caso, llama la atención, en un escritor tan prudente como Darwin, el tono empleado en su carta a su hermana, aunque se trate de un texto privado, al escribir sobre su encuentro con Harriet. Dice:

Ella fue muy agradable y llegó a hablar sobre un número maravilloso de temas, considerando el tiempo limitado. Me sorprendió descubrir lo poco fea que es, pero tal como me parece, está abrumada por sus propios proyectos, sus propios pensamientos y habilidades”.

Parece como si la inteligencia de Harriet, al chocar con los prejuicios del naturalista sobre la inteligencia de las mujeres y su posible incompatibilidad con la belleza y la feminidad, afectara al equilibrio habitualmente sereno del relevante naturalista.

Al publicar el Origen de las especies, Charles envió un ejemplar a la escritora, que en alguna carta describe a Charles Darwin como “sencillo, inocente, minucioso y eficaz, actualmente a la cabeza de los naturalistas ingleses”.

Como los Darwin y Malthus, Harriet Martineau formaba parte de la facción política liberal, heredera de los whigs y enfrentada a los tories o conservadores. Sus ideas sociales avanzadas la sitúan en la esquina más progresista del espectro político liberal, particularmente en asuntos como el de la liberación de la mujer. De hecho, esa radicalidad era lo que preocupaba a Robert Darwin en la relación entre su hijo Erasmus, en una nueva paradoja que pone a prueba la inconsistencia de los prejuicios entre masculinidad/feminidad e inteligencia/belleza que parece afectar a tantos victorianos por muy cultos y liberales que fueren. No deja de resultar curioso que fuera precisamente la paternal preocupación del estricto padre de los Darwin por las posibles malas influencias que pudiera ejercer una inquietante mujer inteligente sobre su hijo mayor la que llevara a Charles a interesarse por conocer personalmente a dicha mujer y, con ello, acceder a través de ella al conocimiento de las tesis malthusianas (la amistad entre Harriet y Malthus y su admiración mutua eran notorias, como ya relaté en “La cuarta cultura”). De ahí a cerrar el círculo estrecho que enmarca el funcionamiento ciego de la selección natural como mecanismo evolutivo solo quedaba un paso. La escritora de salud frágil y entereza infinita posibilitó que las ideas de Robert Malthus acabaran en manos del naturalista que más nos cambiaría la visión sobre nuestra propia especie.

Gracias, Harriet

 



[1] Pascual Trillo, J.A. (2023). La cuarta cultura. Popular. Madrid

[2] Martineau, H. 1877. Autobiography. James B. Osgood. Boston, Massachusetts.

[3] Fenwick Miller, F. (1884). Harriet Martineau. Roberts. Boston, Massachusetts.

[4] Martineau, H. (1834). Letter to the Deaf

[5] Naples, J. and Valdez, T.A. (2020). Letters to the Deaf: Present-Day Relevance of History’s Earliest Social Analysis of Deafness. Otolaryngology–Head and Neck Surgery 162: 319-321.

[6] Marcet, J. (1816 reprinted in 1827) Conversations on Political Economy In Which the Elements of that Science are Familiarly Explained. Longman. London.

[7] Martineau, H. (1832). Illustrations of Political Economy. Charles Fox. London.

[8] Darwin, C. (1871). The Descent of Man, and Selection in Relation of Sex. John Murray. London. (Hay diversas traducciones, por ejemplo: El origen del Hombre. Crítica. Barcelona. 2009).