La cuestión, nada banal, de las montañas

Sin embargo, es importante insistir en que el geógrafo necesita conocer el significado, la explicación y el origen de las formas que él observa, simplemente por la ayuda recibida cuando intenta observar y describir las formas cuidadosamente.

William M. Davis. The Geographical Cycle

 

El 8 de agosto de 1786 dos hombres pisaban por primera vez la cima más alta de los Alpes, el pico Mont Blanc, de 4810 m. Eran Michel-Gabriel Paccard, médico de Chamonix, y el cazador de rebecos y guía de montaña Jacques Balmat. La ascensión había sido incentivada por Horace Bénédict de Saussure, un científico obsesionado con la montaña. Saussure, de familia aristocrática, ofrecía una importante cantidad de dinero a quien encontrara una vía para ascender y lograra hacer cumbre. El 3 de agosto de 1787, casi exactamente un año después de aquello, el mismo Saussure lograba repetir la hazaña, aprovechando para medir la altura de la montaña y acometer algunas otras observaciones científicas. Luego, en años siguiente realizará otras expediciones y ascensiones alpinas, que relata en cuatro volúmenes[1]. Hoy, la localidad de Chamonix, a los pies del Mont Blanc, lo recuerda con un emotivo monumento en el que un Saussure de aspecto algo pasmado y con un catalejo en la mano mira la montaña junto al guía Balmat, que la señala emocionado. En el conjunto no hay rastro del doctor Paccard, ya que el monumento se erigió en 1887, un siglo después de la segunda ascensión, respondiendo al deseo testamentario de un abogado y político savoyardo llamado Joseph Agricola Chenal que trataba de financiar un monumento en Chamonix destinado a ensalzar la memoria de Saussure, y por entonces apenas se recordaba ya al médico pionero. Hay que esperar hasta 1986, en el segundo centenario de la ascensión, para que el olvidado doctor Paccard dispusiera de su propio e independiente recuerdo en la ciudad, donde se le ve sentado, solo y circunspecto.

Unos años después de las hazañas alpinas de Saussure, en 1802, durante su largo viaje por Sudamérica, otro aristócrata científico, el barón Alexander von Humboldt, en compañía de Aimé Bonpland, Carlos Montúfar y José de la Cruz, emprende la ascensión a un enorme volcán de la cordillera de los Andes ecuatorianos que eleva su cráter hasta los 6.263 m de altitud: el Chimborazo. La expedición no consigue hacer cumbre por tan solo 300 metros, pero a Humboldt le basta para obtener una visión global de la montaña que supondrá el nacimiento de la moderna geografía física plasmada en un icónico dibujo donde representa lo que denomina “un microcosmos en una página”. En su cuaderno anota haber observado “la naturaleza en una totalidad nueva” y en su dibujo de la sección transversal del volcán, que incluye en su Ensayo sobre la geografía de las plantas, publicado en 1807, dice ver la naturaleza como “un entramado en el que todo está relacionado[2]. Con él surge una nueva percepción sintética del mundo.

Humboldt muere en 1959, el mismo en que se publica la obra cumbre de Darwin. Aquel año, Julius Schrader pintará el último retrato del barón, hoy expuesto en el Museo Metropolitano de Nueva York, donde se nos muestra un Humboldt anciano y pensativo sobre el fondo de la montaña rotunda y nevada del Chimborazo. La intención del cuadro es reflejar la faceta exploradora del insigne naturalista absorto en alguna observación que ha dejado anotada en su cuaderno de viaje, aún abierto entre sus manos. La elección del volcán como escenario no es banal, ya que aquella ascensión significó mucho para el nacimiento de una nueva percepción científica de la naturaleza. Entonces, muchos naturalistas creían que el Chimborazo era la montaña más alta del planeta. Hoy sabemos que no lo es, superado con creces por muchas otras cimas, tanto de los Andes como en el Himalaya. Hasta los niños saben que es el Everest, conocido como Qomolangma en el Tíbet y Sagarmatha en Nepal, con sus 8.848,86 m, quien posee el honor de la montaña más alta, sobrepasando al Chimborazo en más de 2.500 metros.


El Everest, Qomolangma o Sagarmatha


 Pero la altura exacta de las montañas no es fácil de decidir y no solo por la dificultad de su medición que hoy, con los sistemas satelitales, es muy asequible, sino por la propia inconstancia de las montañas, que se empeñan en variar de altura. Además, el nivel de base sobre el que contar presenta sus propios problemas. El Everest, por ejemplo, viene creciendo de forma irregular, empujado por el choque entre placas geológicas, con una media de ascenso de 0,3 cm al año entre 2005 y 2015. Se conoce también el efecto del terremoto de Nepal de 2015 en el coloso himalayo. Con una magnitud de 7,8, el sismo desplazó la montaña tres centímetros hacia el suroeste, a pesar de que la tendencia que venía manifestando el gigante era la inversa: inclinarse hacia el noreste, unos cuatro centímetros por año. El movimiento telúrico, sin embargo, no alteró la altura total de la montaña, a pesar de que el suelo en Katmandú se levantó un metro.

Por si no bastara con todo lo anterior, aún queda la cuestión de si la estimación de la altura orográfica debe o no incluir la capa de hielo de la cima, algo que puede parecer menor, pero que provocó la disputa entre las mediciones oficiales de los dos países que se reparten la montaña más alta de la Tierra. Finalmente, en diciembre de 2020, China y Nepal llegaron al acuerdo de fijar la altura del Everest en 8848,86 metros, 86 cm más de lo que calculaba Nepal y 4,43 m más de lo considerado por China. El nuevo valor se obtuvo a partir de las medidas realizadas entre 2019 y 2020, demostrando que la cuestión de medir una montaña no es un asunto tan trivial a pesar de los avances desde que Saussure coronó el Mont Blanc.

En todo caso, el Chimborazo no es la montaña más alta de la Tierra, aunque en honor a Humboldt y sus compañeros hay que reconocer que su cima sí constituye el punto más alejado del centro de la Tierra. Entonces, ¿no es lo mismo? No, porque al no ser el modelo geométrico del planeta una esfera perfecta, sino un esferoide cuyo diámetro mayor corresponde el Ecuador, las distancias al centro de la Tierra no son iguales en todos los puntos de su superficie. Dado que el Chimborazo está muy cerca de la engrosada cintura ecuatorial del planeta, su nivel de base queda más lejos del centro del planeta que las montañas situadas en zonas menos ecuatoriales. Eso le permite obtener el primer puesto bajo esta forma de medir la altitud. ¡Bravo por Humboldt!

En 2012, 120 años después, los datos obtenidos en la expedición del científico prusiano y su famoso dibujo de la montaña, donde resumía los datos recabados en la ascensión, fueron utilizados por los miembros de una expedición científica de daneses, ecuatorianos y estadounidenses para constatar desplazamientos de más de medio kilómetro en la altitud de las franjas de vegetación que ocupan las laderas del gran volcán. Son cambios que concuerdan con el reconocido retroceso de los glaciares que cubren su cumbre y una nueva prueba de los acelerados efectos del calentamiento global del planeta[3].

El Volcán Chimborazo de Ecuador



Los años del “Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente” de Humboldt, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, coinciden con los de un cambio profundo en la percepción de las montañas, cuando estas comienzan a atraer la atención tanto de la ciencia como de las gentes cultas. Antes no era así, sino que, como constata el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón, las montañas constituían lugares escondidos, incultos y peligrosos, “donde la naturaleza mostraba todos sus excesos”. Así, vemos que en los tiempos medievales “los viajeros  las  evitan,  los  artistas  apenas las  representan,  los  peregrinos  las  temen,  los  santos  se  retiran  entre  ellas,  pero  apenas  las  ven[4]. Hay que esperar al Renacimiento, la Ilustración y el posterior Romanticismo para que las montañas se conviertan en los enclaves admirados y estudiados que son hoy.

Las áreas de montaña no son excesivamente abundantes en nuestro planeta. Tan solo el 3% de la superficie terrestre se encuentra por encima de los 2.000 metros sobre el nivel del mar, como anota el geólogo y montañero Luis Carcavilla, por lo que las montañas, desde un punto de vista geográfico, resultan ser una rareza[5]. Y, como tal rareza, pide una explicación.

En 1899, el geógrafo William Morris Davis sienta las bases de la geomorfología moderna al desvelar la dinámica habitual de la superficie terrestre. Davis comprende que se trata de un proceso cíclico de creación y destrucción. Lo llamó ciclo geográfico y más tarde se popularizó como ciclo davisiano. La idea básica inicial se obtiene al dejar actuar los agentes geológicos externos sobre un relieve concreto y deducir las consecuencias. Hoy día, con la ayuda de un sencillo programa informático, resulta fácil simular ese proceso en el que las claves son sencillas: al concentrar la erosión en las zonas elevadas y la sedimentación en las bajas, el resultado se vuelve evidente: los relieves desaparecen. Aunque el esquema es universal, los agentes intervinientes (aguas de escorrentía, torrentes, ríos, glaciares, procesos gravitacionales que actúan sobre laderas, etc.) tienen gran importancia al dejar la firma de su impronta personal en los relieves labrados y esculpir así formas diferentes. La actividad de un glaciar, por ejemplo, talla formas erosivas peculiares cuando sobreexcava los valles y los esculpe con forma de U, excava circos o aísla crestas y agujas que conocemos como horns. Los ríos, por su parte, cortan los valles a cuchillo, dibujándoles perfiles en V, mientras cincelan pilancones en sus cauces, mantienen o destruyen cascadas y rellenan cubetas y artesas. Las morrenas y drumlins proceden de la sedimentación glaciar, en tanto que barras, terrazas o deltas surgen de la actividad fluvial. Cada agente geológico concede así una singularidad propia a sus actuaciones, pero el ciclo geográfico global impone una directriz dominante y común en el paisaje, suavizando lo abrupto, que es por ello tildado de juvenil, para tornarlo en formas suaves que se plasman en tenues laderas, superficies llanas y pendientes mansas, propias de los relieves reposados que llamamos maduros. En la terminología davisiana, los últimos estadios en la evolución de un paisaje geológico son las penillanuras, que culminan el ciclo.

Pero si la acción de los agentes externos allana las superficies y aplana los relieves, ¿por qué sigue habiéndolos? La respuesta es que el ciclo se reanuda gracias a la entrada en escena de nuevas fuerzas (internas) que evitan que la Tierra adopte la forma de un esferoide de superficie plana que, en consecuencia, quedaría recubierto completamente por las aguas.

La relación entre las aguas superficiales y el relieve ya había llamado la atención de pensadores anteriores, como Leonardo da Vinci, quien, 400 años antes de Davis, se adelantó a la noción de “penillanurización” de los paisajes. Da Vinci imputaba al agua el papel esencial del proceso erosivo, afirmando que “el agua deshace las montañas y llena los valles y, si pudiera, reduciría con gusto la Tierra a una esfera perfecta[6].

Como ha señalado Stephen J. Gould en alguno de sus artículos, aunque Leonardo habitaba un medio cultural dominado por arcaicas ideas medievales[7], su impresionante nivel de razonamiento científico y capacidad de observación le hicieron entrever ideas novedosas que hoy siguen asombrándonos, aunque tras ellas siga escondiéndose la influencia de paralelismos inexactos y hasta acientíficos. Pero en su reflexión sobre la actuación del agua, Leonardo advierte correctamente que lo que haría con gusto el agua sobre la superficie de la Tierra no es lo que se ve que sucede (la Tierra no es una esfera perfecta). Algo rejuvenece y verticaliza los relieves sobre los que actuará nuevamente el ciclo davisiano que conduce a las penillanuras. ¿Quién es ese “algo”? ¿Qué es lo que construye las montañas?

La grandiosidad de las montañas y su origen han preocupado a los habitantes de todas las regiones montañosas, para lo que idearon innumerables mitos y leyendas más o menos ingeniosos, o más o menos absurdos, pero habitualmente ingenuos y encantadores. Estos incluyen amores imposibles (Los Pirineos o la Mujer Muerta de Guadarrama), hogares de dioses (Olimpo), lugares para la recepción de mandatos divinos (Sinaí), escenarios de infidelidades y celos (Tungurahua y Chimborazo, en Ecuador), etc. Hay que esperar al siglo XVII para encontrar explicaciones más razonables (y no menos encantadoras), de cariz científico. Uno de los pioneros en ello fue Gottfried Wilhelm Leibniz, un nombre que asociamos más a las matemáticas que a las ciencias de la naturaleza ya que, junto a Newton (y con gran disgusto de ambos), es uno de los creadores del cálculo infinitesimal. Ambos lo hicieron partiendo de diferentes puntos de vista y lo culminaron con escasa diferencia de tiempo, originando con ello una fenomenal controversia en la que no faltaron acusaciones cruzadas de robo y plagio en una gran disputa sobre la originalidad, primacía y potencialidades de cada contribución. Por supuesto no faltaron los tintes nacionalistas en la batalla, ya que Leibniz era prusiano y Newton, inglés. Hoy se considera que los dos actuaron de forma independiente, así que la sentencia es que ambos deben soportar el reparto de los méritos. Pero aparte de esta contribución, por la que es fundamentalmente conocido, Leibniz intervino también en los debates geológicos de su tiempo, y lo hizo fundamentalmente a través de una obra sobre la historia de la Tierra que escribió entre 1691 y 1693, aunque se editó póstumamente en 1749. Es por esto por lo que aparece en nuestro relato.

En aquel texto, Leibniz veía en la contracción de la Tierra el origen de las montañas. Una contracción debida al enfriamiento de un planeta originalmente caliente.

Como todas las ideas científicas, la propuesta de Leibniz tenía inspiradores previos. En este caso, seguir el hilo de las influencias nos lleva hasta otro genio del razonamiento con una curiosa trayectoria vital llamado Nicolaus Steno, a quien Leibniz conoció.

Steno, que era solo ocho años mayor que Leibniz, se había iniciado en el estudio de la anatomía, pero, en una época en la que las fronteras entre las incipientes ciencias no estaban muy delimitadas, se interesó por las rocas y los estratos. Al estudiarlos, argumentó acertadamente que había un orden lógico en la superposición de los estratos geológicos al derivar de una disposición horizontal originada por la misma sedimentación, lo que supone, además, la presencia de continuidad lateral en las capas. Así, formula tres criterios esenciales de aparente sentido común, aunque nadie antes había tenido el suficiente como para percatarse de ello o, al menos, para dejarlo por escrito. Hoy se conocen como los principios de Steno. Sin embargo, a pesar de su sensatez y racionalidad, no tuvieron gran aceptación cuando Steno los formuló en 1668 en una obra titulada “De solido intra solidum naturaliter contento dissertationis prodromus” o “Introducción a una disertación sobre los cuerpos sólidos naturalmente contenidos en otros sólidos”, un título quizás poco adecuado para convertir la obra en superventas y que tal vez tuvo algo que ver en el escaso éxito de la propuesta.

Pero la aportación de Steno a la geología no se redujo a formular sus principios. También fue el primero en ofrecer una explicación coherente y científica para los fósiles que aparecían en algunas rocas. Por estas aportaciones pioneras, muchos creen que Steno merece ser considerado el padre (o, al menos, el abuelo) de la geología moderna.

Hijo de un pastor luterano, Steno heredó inicialmente la religión de su padre, pero más tarde se pasó al catolicismo y, ya como obispo, perdió su interés por la ciencia en los últimos años de su vida, no sin antes dejarnos un impresionante legado científico distribuido entre los campos de la anatomía, la fisiología y la geología[8]. En cierto sentido, su trayectoria vital había discurrido por un camino inverso al que luego siguió Darwin, aunque ambos merecen compartir un lugar destacado entre los científicos naturales.

La idea de que la Tierra procedía del enfriamiento de una “estrella” no fue solo de Leibniz, también fue defendida por Descartes, Buffon o Newton, aunque ninguno llegó a construir una explicación suficientemente coherente sobre el origen de las montañas hasta Jean Baptiste Élie de Beaumont, que la ofreció en una conferencia impartida en la Academia de Ciencias de Francia, en 1829. Allí, Beaumont expuso que las montañas eran las arrugas resultantes de un proceso de enfriamiento y contracción de la Tierra: algo así como lo que sucede en una uva jugosa que se convierte en pasa (aunque en este caso sea por pérdida de agua). La explicación sería más tarde mejorada por otros geólogos, entre los que destacan los nombres de Eduard Suess en Europa y de James D. Dana en Norteamérica.

Hoy pueden parecer ingenuas las hipótesis contraccionistas formuladas por Beaumont, Suess y Dana para explicar el origen de las montañas, pero representan indudables pasos hacia delante en la sustitución de explicaciones fantasiosas y legendarias por intentos racionales basados en principios físicos. La insuficiencia de estas hizo que se formularan nuevas propuestas que, sin acabar con las basadas en la contracción planetaria, las complementaran en el ambicioso esfuerzo de explicar los relieves terrestres. Así surgieron las tesis de los equilibrios dinámicos de la corteza terrestre. Quienes las formularon partieron de los principios descubiertos por Arquímedes en su constatación, dentro de una bañera, de que su cuerpo desplazaba un volumen similar de agua en una de las historias de la ciencia probablemente tan apócrifas como asentadas, hasta el punto de habernos dejado como regalo imperecedero la exclamación “¡eureka!” para esos momentos de éxtasis creativo[9]. La idea se basa en la tendencia a equilibrarse gravitatoriamente que manifestarían, como Arquímedes en su bañera, los diferentes materiales sólidos y superficiales de la Tierra que forman su corteza. Una explicación que exige, además, la hipótesis de un modelo del interior de la Tierra que incluye la idea de que los materiales sólidos superficiales se sobre una base capas de fluir de alguna manera (sin duda, muy lentamente). El equilibrio se logra con movimientos de ascenso o descenso en una suerte de balanceo vertical animado por las diferencias de densidad entre las distintas zonas implicadas. La teoría implica que las áreas montañosas, confeccionadas con los materiales más ligeros de la corteza, tengan en su parte inferior una especie de raíces, por lo que finalmente también sobresalen por arriba. Las zonas corticales más densas son más estrechas y sobresalen menos por abajo y por arriba, por lo que constituyen cuencas o depresiones. El modelo básico fue propuesto en 1885 por el astrónomo real británico George Biddell Airy y cuatro años después Clarence Edward Dutton lo bautizarán como isostasia. La isostasia explicaría así las diferentes elevaciones y áreas deprimidas y, con ellas, la existencia de montañas[10], introduciendo además una dinámica de movimientos basculantes de la superficie terrestre que implica su adscripción a lo que se denominarían hipótesis movilistas.

Torres del Paine, en la cordillera andina de Chile


Una vez puesto en marcha, el mecanismo de propuesta de hipótesis-contrastación de la ciencia, suele implicar una activación de estrategias de creación razonada y experimentación que impulsa el progreso científico. Por lo que tampoco se detuvieron las propuestas orogénicas ahí y, tras el contraccionismo y la isostasia, apareció un tercer grupo de hipótesis movilistas para explicar la superficie terrestre que adquirieron una especial relevancia ya en el siglo XX con la figura de Alfred Wegener, quien llevó el asunto a una nueva dimensión que implicaba no solo la movilidad vertical, sino la horizontal, con una propuesta tan radical como inicialmente mal recibida por la mayoría de los geólogos de su tiempo. No pudo Wegener ver aceptada su propuesta al morir prematura y trágicamente en el curso de una expedición ártica, pero su teoría de la deriva de los continentes serviría más tarde, ya tras la Segunda Guerra Mundial, para sustentar (con importantes modificaciones, eso sí) la actual tectónica de placas que hoy representa el paradigma científico de la geología moderna. Con ella, la percepción de las montañas y su origen cambió sustancialmente, como pasó con el resto de las concepciones científicas sobre la Tierra inerte, pero todo empezó, tal vez, con el aprecio por las montañas que mostraron montañeros y expedicionarios pioneros y enamorados de la ciencia como Saussure y Humboldt.

 



[1] Saussure, H.B. de. 1834. Voyage dans les Alpes. P.A. Bonnan. París.

[2] Wulf, A. 2015. The Invention of Nature. Alexander Von Humboldt's New World. Knopf. New York. (Hay traducción: La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt. Taurus. Madrid. 2016)

[3] Morueta-Holme, N.; Engemann, K.; Sandoval-Acuña, P.; Jonas, J.D.; Segnitz, R.M. and Svenning, J-C. 2015. Strong upslope shifts in Chimborazo's vegetation over two centuries since Humboldt. Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) 112.41: 12741-12745.

[4] Martínez de Pisón, E. 2018. El significado cultural de las montañas. Enseñanza de las Ciencias de la Tierra 26.1: 85-91.

[5] Carcavilla Urquí. L. 2016. Montañas. IGME-Los libros de la Catarata. Madrid.

[6] Capra, F. 2007. The Science of Leonardo. Inside the Mind of the Great Genius of the Renaissance. Doubleday. New York. (Hay traducción: La ciencia de Leonardo La naturaleza profunda de la mente del gran genio del Renacimiento. Anagrama. Barcelona. 2008).

[7] Gould, S.J. 1998. The Upwardly Mobile Fossils of Leonardo’s Living Earth. In: Leonardo’s Mountain of Clams and the Diet of Worms. Harmony. New York. (Hay traducción: Los fósiles móviles y ascendentes de la Tierra viva de Leonardo. En: La montaña de almejas de Leonardo. Crítica. Barcelona. 1999).

[8] Cutler, A. 2003. The Seashell on the Mountaintop. Dutton. New York. (Hay traducción: Una nueva historia de la Tierra. RBA. Barcelona. 2007)

[9] Perkins, D. 2000. Archimedes’s Bathtub: The Art and Logic of Breakthrough Thinking. W.W. Norton. New York. (Hay traducción: La bañera de Arquímedes y otras historias del descubrimiento científico: el arte del pensamiento creativo. Paidós. Barcelona. 2003)

[10] García Cruz, C.M. 2007. El origen de las montañas. II. De las primeras deformaciones de la superficie terrestre a la tectónica de placas. Enseñanza de las Ciencias de la Tierra 15.1: 30-46.