LECCIONES DE UNA PANDEMIA
AL HILO DE UN VIRUS
¿Quién me ha robado el mes de
abril?
¿Cómo pudo sucederme a mí?
Pero ¿Quién me ha robado el
mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
Donde guardo el corazón
Joaquín Sabina
Un virus es “simplemente una mala noticia envuelta en proteínas”. La frase, que
se atribuye a la pareja de científicos Peter y Jean Medawar[1], no es,
sin embargo, una afirmación completamente cierta, aunque sirve para calificar la
reciente experiencia de la humanidad con un trozo de ARN albergado dentro de
una envoltura en doble capa de lípidos unidos a glicoproteínas. En conjunto, la
diminuta partícula presenta un tamaño tan pequeño que necesitaríamos poner diez
mil en fila para ocupar un milímetro de longitud. Fue esa menudencia la que nos
robó no solo el mes de abril de la canción de Sabina, sino muchos meses más,
demasiadas vidas, considerables dosis de salud y una enormidad de bienestar. Sus
pocas moléculas químicas hicieron tambalear una economía mundial ya inestable,
revelando, de paso, la precariedad de los sistemas sanitarios y poniendo en
evidencia la fragilidad de los mecanismos sociales de protección que
supuestamente nos amparan. La pandemia fue un sismo repetido en oleadas azotando
un escenario previamente afligido por una crisis económica derivada de la
codicia de los grandes centros financieros del planeta y en medio de una brutal
emergencia climática mundial en plena expansión.
Pero ni la crisis financiera iniciada
el 15 de septiembre de 2008 con la quiebra del banco de inversión Lehman
Brothers fue el primer desastre económico global, ni la tragedia vírica surgida
a finales de 2019 representaba una novedad en la larga saga de pandemias que
han venido afligiendo a la humanidad. Tan solo contando desde la gripe de 1918,
tan solo cien años atrás, la covid-19 sería, según cómo las consideremos, la
sexta o la novena gran epidemia de dimensión internacional (que es lo que
significa “pandemia”). Tampoco será la más devastadora, ya que varias
infecciones masivas nos han afectado anteriormente con mortalidades muy
superiores.
En realidad, las enfermedades
infecciosas suponen una amenaza permanente por parte de la enorme lista de
patógenos potencialmente convertibles en verdugos de nuestra especie. La
Plataforma Intergubernamental sobre la Biodiversidad y los Servicios de los
Ecosistemas (IPBES: el órgano científico asesor de la Convención sobre la
Biodiversidad) calcula que hay entre 631.000 y 827.000 virus animales que pueden
acabar infectándonos[2].
Sus informes incluyen también pautas para la prevención, a la par que advierten
sobre los efectos que el cambio climático y la pérdida de biodiversidad están
teniendo en el incremento del riesgo de zoonosis (infección a humanos) al
saltar algunos de esos virus a nosotros. La globalización del transporte de
mercancías y la expansión de los viajes por el planeta representan, en este
sentido, un salto cualitativo para la transmisión de las enfermedades
contagiosas. Frente a ello, y gracias a la ciencia, disponemos de armas de
defensa tan eficaces como las vacunas, lo que representa otro salto cualitativo
con respecto al pasado, pero en este caso de sentido contrario.
Solemos pasar por alto que la
incertidumbre y la complejidad son características inherentes al mundo que
habitamos y que la única forma razonable de convivir con ellas se resume en un
puñado de criterios sensatos: potenciar y confiar en la ciencia, afianzar todo
lo posible las estructuras públicas que nos protegen, reforzar la solidaridad,
aplicar el principio de precaución y adoptar procedimientos democráticos y
eficaces en la toma de decisiones sociales. Son los únicos factores que nos han
ayudado en la lucha contra la pandemia posibilitando enfrentarla en condiciones
mucho más favorables que las de cualquier pasado (algo que a veces olvidamos),
incluso a pesar de los muchos errores y torpezas cometidos. Los daños y el
dolor por las pérdidas habidas son, sin duda, enormes, pero la situación tiene
poco que ver con la angustia, el desconocimiento y el desamparo provocados por
las pestes negras medievales o, sin alejarnos tanto en el tiempo, por la mal
llamada gripe española de 1918-1920 que acabó con cerca de 50 millones de
personas, infectando posiblemente a un tercio de la población mundial. El virus
de aquella pandemia era una cepa del influenzavirus A H1N1 que no ha vuelto a
aparecer en estado libre, aunque fue caracterizado y reconstruido en 2005 en
laboratorios de alta seguridad para estudiarlo a partir de su secuencia
codificante completa[3].
Sabemos también que, a pesar de su nombre, aquella enfermedad no se inició en
España, ni fue en ella donde causó su mayor devastación: en 2014 se dedujo que
el virus responsable procedía del reordenamiento genético entre un virus humano
H1 y otro aviar que afectó a los cerdos antes de alcanzarnos a nosotros[4].
El nombre con el que se suele conocer aquella pandemia se debe a que, en
aquellos momentos, España era uno de los pocos países sin censura militar
debido a su papel neutral en la Primera Guerra Mundial, por lo que la prensa
española era de las pocas que informaba sobre la epidemia.
El nombre oficial de la enfermedad
actual es covid-19 o enfermedad por el coronavirus de 2019. El virus causante fue
bautizado como SARS-CoV-2, donde. SARS corresponde a las siglas de síndrome respiratorio agudo grave (en
inglés: severe acute respiratory syndrome)
y las siglas CoV refieren al agente causante: un coronavirus. Debido a que
entre 2002 y 2004 ya hubo una primera epidemia de SARS provocada por otro
coronavirus que afectó fundamentalmente a China y la ciudad de Hong Kong con más
de 8.000 afectados y cerca de 800 muertos, la pandemia de 2019, motivada por un
nuevo tipo de coronavirus, recibió el nombre de SARS-CoV-2.
Las pandemias son un asunto global que
compromete las actuaciones propias y ajenas. Es importante, por tanto, analizar
y clarificar los errores cometidos para no repetirlos en el futuro, pero
también es importante evitar las culpabilizaciones nacidas de sesgos racistas o
xenófobos. En este sentido, la OMS, UNICEF y la Federación Internacional de la
Cruz Roja y la Media Luna Roja publicaron una guía que buscaba prevenir la
estigmatización social asociada al covid-19[5]. En
ella se pedía expresamente que no se usaran términos que fomentaran la idea de
un origen étnico de la enfermedad, señalando expresamente a calificaciones inadecuadas
como "virus de Wuhan", "virus chino" o "virus
asiático", e indicando que el nombre oficial de la enfermedad se eligió
deliberadamente para evitar esa estigmatización ("co" por corona,
"vi" para virus, "d" para enfermedad -“disease” en inglés-
y 19 porque la enfermedad surgió en 2019). Casi inmediatamente dirigentes
mundiales tan nefastos como Donald Trump se refirieron reiterada e
insistentemente al mismo como “virus chino” o “virus de Wuhan”, mostrando así
su desprecio por las recomendaciones internacionales a la par que aprovechaban
para desviar la atención de los ciudadanos sobre su deplorable actuación ante
la pandemia (no hay que olvidar aquellas declaraciones sobre probar inyecciones
de desinfectantes contra el virus que alarmaron a los médicos estadounidenses[6]).
Pero además de la necesidad de
clarificar el origen y los primeros pasos de la evolución de la infección, algo
a lo que no han contribuido precisamente las autoridades chinas, la experiencia
mundial con la covid debería servirnos para aprender algo sobre las claves que
subyacen a los prejuicios, la génesis de los bulos y la explicación de los
numerosos errores cometidos, de manera que pudiéramos aplicar tales
aprendizajes en una posible evitación futura.
Una enseñanza de cualquier pandemia,
tan evidente como inquietante, es la constatación de que formamos parte de la
naturaleza y que, por ello, mantenemos una estrecha dependencia del resto de la
biosfera, algo que tendemos a olvidar. Por supuesto que la relación humana con
la naturaleza excede con creces la que une a los hospedadores con sus
parásitos, como es el caso de nuestra interacción con el coronavirus
SARS-CoV-2, pero la incluye, a nuestro pesar. Es un motivo de alerta sobre los
peligros que nos acechan, pero también un punto de reflexión interesante al ver
reflejado nuestro comportamiento con la naturaleza en lo que nosotros
representamos para el virus: un mero recurso para crecer sin considerar el daño
que se pueda estar infringiendo a la otra parte. El parasitismo es una
estrategia de vida que tiene como límite la extinción del hospedador (si el
hospedador se extingue y no hay otro, el parásito irá detrás) y nuestra forma
de explotación de la naturaleza se empieza a parecer demasiado a un parasitismo
de tipo avaro y suicida.
Si realmente actuáramos de forma inteligente,
la experiencia de la pandemia nos llevaría a la reflexión tanto sobre la
complejidad e interconectividad del mundo que habitamos como acerca del alto
grado de incertidumbre. Sin embargo, no parece que lo estemos haciendo en la
medida precisa.
Uno de esos ámbitos hacia los que
mirar reflexivamente es la conexión entre la biodiversidad y las enfermedades
infecciosas, pues gran parte de éstas proceden de zoonosis, es decir, de
parásitos que saltan de otros animales a los humanos. De hecho, entre las
posibles fuentes de origen del virus SARS-CoV-2 de la covid destacan los
murciélagos, probablemente de forma indirecta, a través de una tercera especie,
quizás los pangolines, presentes en los inadecuados mercados asiáticos[7].
Al menos, la mayoría reconocemos que
nuestro futuro como especie depende de preservar la biodiversidad mundial, de
la que una gran parte se concentra en los ecosistemas tropicales y ecuatoriales,
pero es una idea con su cruz, pues también se puede pensar que la enorme
cantidad de especies que albergan esos ecosistemas complejos supone la
inquietante presencia paralela de organismos potencialmente patógenos para
nosotros. Eso nos lleva a una paradoja, pues parece que la misma riqueza de
formas de vida que debemos preservar puede representar también una fuente de
peligro. ¿Significa esto que hemos de actuar sobre los ecosistemas más
complejos y diversos reduciendo la biodiversidad mundial y construyendo un
planeta sencillo solo habitado por especies domesticadas y supuestamente controladas?
(algo a lo que nos estamos aproximando mucho, por otra parte).
En absoluto es esa la respuesta. Esa
sería una solución tan simple como errónea, tan característica como frecuente
en ciertas posturas prepotentes y populistas que parecen encontrar un buen
caldo de cultivo en esta actualidad negacionista de los problemas, infantil en
los análisis y simplista en la formulación de soluciones. Pero lo interesante
de la paradoja es la posibilidad de aprovecharla para advertir la importancia que
tiene comprender la dimensión de la incertidumbre, la interdependencia y la complejidad
de nuestro mundo. Si realmente buscamos adentrarnos en la comprensión de la realidad,
por difícil que ello sea, nos alejaremos pronto de la tentación de las
soluciones fáciles (y falsas). Así, en el caso que nos ocupa, aunque debemos
dar por cierta la relación entre la diversidad y unas mayores posibilidades de
potenciales especies patógenas, las investigaciones nos muestran que la
degradación ambiental, la fragmentación de los ecosistemas y la consiguiente
reducción en el número de especies silvestres son los verdaderos factores que favorecen
la aparición de nuevas enfermedades infecciosas y activan su propagación a los
humanos. Eso sucede particularmente en los ambientes tropicales y ecuatoriales:
precisamente los más ricos en riqueza de especies. Es la insistente alteración
de las formas de relacionarnos con la naturaleza y de usar el territorio la
causante principal del incremento de las infecciones potenciales y de las
reales. Esto es así precisamente porque las cosas son más complejas de lo que
una visión ingenua presupone. Veamos por qué.
Aunque, para los parásitos, la
reducción de las poblaciones de las especies de mayor envergadura (que son las
que antes se ven afectadas por la agresividad humana sobre ellas o sobre sus territorios)
representa una disminución en la disponibilidad de hospedadores, también supone
un aumento de la prevalencia o porcentaje de individuos afectados. Este efecto
es particularmente acusado en aquellas especies que actúan como reservorios,
“especies puente” que son capaces de trasladar la infección a otras, entre ellas,
quizás, a nosotros[8].
La mayoría de las especies reservorio
son roedores y pequeños mamíferos que suelen resultar favorecidos por la
degradación que los humanos infringimos a los ecosistemas. Se trata, por lo
general, de especies oportunistas y “todoterreno”, conocidas como “estrategas
de la r” en la jerga ecológica: especies hábiles en la tarea de encontrar
nuevos hábitats donde medrar en los espacios antropizados y degradados que
creamos. Por ello, a menudo se convierten en especies plaga. Nuestra
interacción con estos micro- y mesomamíferos es intensa y suele ser problemática
precisamente debido al trato que damos a las especies silvestres y a la
naturaleza en general, al ofrecerles amparo entre nuestros desechos y protección
frente a sus predadores y controladores naturales, a lo que expulsamos o
eliminamos. Viene ocurriendo con mucha frecuencia, como ejemplifica el caso de Yersinia pestis, la bacteria causante de
la peste, extendida aceleradamente por el mundo a caballo de las pulgas
parásitas de roedores, un asunto que investigó el científico y aventurero
Alexandre Yersin y que Patrick Deville noveló con maestría en su libro “Peste y Cólera”[9].
Y ha vuelto a ocurrir hoy, ya que, sin
entrar en la polémica sobre la transmisión natural o mediada por algún
laboratorio descuidado del virus SARS-CoV-2 hasta los humanos[10],
la mayoría de los expertos considera muy probable la mencionada vinculación
original con alguna especie de murciélago, cuestión nada extraña si
consideramos que casi el 9% de los quirópteros portan alguno de los 91
coronavirus estudiados[11].
Pero culpar a los murciélagos de la
pandemia vuelve a distar mucho de resultar sensato y supondría caer de nuevo en
esos reduccionismos simplistas que tanto atraen a algunos y que debemos evitar.
Sean o no los hospedadores originales de alguna forma ancestral del SARS-CoV-2,
la mayor parte de estos pequeños mamíferos voladores aportan enormes beneficios
con su alimentación insectívora, manteniendo a raya numerosas especies de
invertebrados causantes de enfermedades y proclives a convertirse en plagas.
Por otra parte, una vez detectada la enfermedad en humanos, ningún dato ha
sugerido que los murciélagos hubieran intervenido en ningún sentido en la
posterior transmisión de la covid entre nosotros. Como en tantas ocasiones,
quedarnos con la solución más simplona supone errar lastimosamente.
SOLIDARIDAD, IRRACIONALIDAD,
CRISIS Y PANDEMIA
Por
los ángeles de alas verdes de los quirófanos
Por
los ángeles de alas blancas del hospital
Por
los que hacen del verbo cuidar su bandera y tu casa
Y
luchan porque nadie muera en soledad
Nunca
olvidaremos vuestro ejemplo
Nunca
olvidaremos la dedicación
Nunca
olvidaremos el esfuerzo
Vuestro
amor es nuestra inspiración
Vetusta Morla
Mientras en lo peor de la pandemia la
gente sensata (la mayoría) se esforzaba por cumplir las medidas recomendadas
para la reducción de la transmisión a la vez que depositaba sus esperanzas en
la encomiable labor del personal sanitario y en las investigaciones destinadas
a entender el virus y conseguir fabricar vacunas contra él, una minoría
exaltada por un puñado de oportunistas, tan activos como escasos de
racionalidad, se empeñaba en negar la ciencia, promover y difundir ideas
estrambóticas sobre increíbles conspiraciones mundiales y fomentar el rechazo
irracional a las medidas sanitarias preventivas y profilácticas, especialmente
la que más ventajas ofrece, una vez alcanzada la solución gracias a la
investigación: la vacunación.
Analizar el comportamiento
irresponsable de algunos de los líderes negacionistas durante la pandemia, que
va desde presidentes de estado, como Donald Trump o Jair Bolsonaro hasta famosos
desubicados como Miguel Bosé, o la larga lista de partidos populistas
ultraderechistas que en diversos países trataban de buscar tajada, alerta sobre
la perniciosa influencia que ejercen ciertas personalidades narcisistas,
megalómanas, paranoicas, agresivas, fanáticas o simplemente faltas de ética,
reforzadas o no por el consumo intensivo de estupefacientes o por la misma
erótica del poder, cuando los convertimos en líderes. Pero es la insensata
negación de las vacunas una de la que mejores claves a la hora de ver la manera
en que operan este tipo de estúpidas alucinaciones colectivas.
Un rápido vistazo a la historia del
movimiento antivacunas sitúa su origen moderno en la publicación de un artículo
del médico británico Andrew Wakefield donde advertía sobre una supuesta
relación entre vacunación, autismo y otras enfermedades, lo que provocó una
considerable y lógica alarma. Pero lo bueno de la ciencia es que incluye la
revisión y contrastación, y muy poco tiempo después de aquella publicación
varios investigadores encontraron que los datos estaban manipulados, desvelando
la existencia de intereses económicos no declarados por parte del autor, que
había recibido 55.000 libras para promover una base legal que permitiera a
ciertas asociaciones de padres de niños autistas lanzar un plan de demandas
basadas en una supuesta relación entre autismo y vacunación. La revelación
provocó que los colaboradores de Wakefield que habían intervenido de buena fe
en el artículo se retractaran del mismo[12], a
la vez que la revista científica donde se había publicado lo invalidó[13].
El escándalo llevó al Consejo médico británico a prohibir el ejercicio de la
medicina a Wakefield debido a su mala conducta profesional.
Sin embargo, el daño ya estaba hecho.
Como una bola de nieve rodando por una pendiente, el movimiento antivacunas
continuó alimentando el fraude interesado ignorando los hechos en una clara muestra
de lo que los psicólogos conocen como “un sesgo de confirmación”[14].
El resumen de la historia lo sintetizó un reconocido médico de este modo: “Después de 10 años de controversia e investigación,
el doctor Wakefield fue declarado culpable de mala conducta ética, médica y
científica en la publicación del artículo sobre el autismo. Estudios
adicionales mostraron que los datos presentados eran fraudulentos. La
supuesta conexión entre autismo y vacuna es, quizás, el engaño médico más
dañino de los últimos 100 años”[15].
El contraste entre los esfuerzos por
extender la protección de las vacunas a toda la población y la reaccionaria actividad
del movimiento antivacunas no se limita al asunto de la covid, lo encontramos
también con el sarampión, una enfermedad para la que desde 1963 disponemos de
una vacuna eficaz, segura y barata. Coordinados por las agencias
internacionales de Naciones Unidas (principalmente OMS y UNICEF), médicos y
sanitarios han logrado inmunizar contra esta enfermedad al 85% de la población
mundial, aunque varias decenas de millones de niños quedan sin vacunar cada
año. En el caso de los países pobres, las carencias derivan de la precariedad que
presentan sus sistemas sanitarios y de la pobreza que padece gran parte de su
población, pero en el caso de los ricos el problema principal reside en el
rechazo de algunos padres a vacunar a sus hijos. El listado lo encabeza Estados
Unidos, con más de dos millones y medio de niños que no fueron vacunados entre
2010 y 2017, seguido de Francia (680.000) y Reino Unido (585.000). En España
fueron 141.000. Es lamentable, porque la Organización Mundial de la Salud
estima que, gracias a la vacuna, la mortalidad por sarampión en el mundo se
redujo un 80% en 2017, de manera que, tan solo entre 2000 y 2017, se logró
evitar 21 millones de muertes, principalmente en África. A pesar de estos
avances, en 2018 aún fallecieron por la enfermedad 140.000 personas no
vacunadas, la mayoría niños y bebés, muertes evitables que superaron en 30.000
las del año anterior.
Las interacciones en un mundo complejo
generan situaciones chocantes. En pleno ascenso de la pandemia covid-19 (y aún
sin vacuna), la agencia de Naciones Unidas para la infancia (UNICEF) alertaba
al mundo de que más de 117 millones de niños de países pobres se podían quedar
sin acceso a las convencionales y efectivas vacunas contra el sarampión por los
retrasos y aplazamientos de los programas internacionales de vacunación. Algo
después, cuando ya se disponía de vacunas anticovid, el mundo asistió al bochornoso
espectáculo de egoísmo, mezquindad y desigualdad que ha teñido el proceso de
acceso y acaparamiento de las vacunas por los países ricos, a la par que dejaba
en evidencia la avaricia mostrada por buena parte de la industria farmacéutica
propietaria de las patentes (la “Big Pharma”), a través de sus programas de
venta y distribución. Como ha recordado Mariana Mazzucato, economista de la
Universidad de Londres, un año después de tener las vacunas contra la covid, el
73% de las dosis administradas se inocularon en países de ingresos medios y medio-altos,
mientras que solo un 0,9% llegaron a países de ingresos bajos, lo que llevó a Mazzucato, en su condición de presidenta del Consejo
sobre la Economía de la Salud para Todos de la Organización Mundial de la Salud
(OMS), a pedir un rediseño de las normas y prácticas de propiedad
intelectual “para garantizar que las tecnologías sanitarias críticas
—especialmente aquellas que dependen sustancialmente de fondos de los
contribuyentes y capital humano (desde investigadores hasta participantes en
ensayos clínicos)— estén reguladas para el bien común”. En este sentido, el citado
Consejo de la OMS ha exigido que la regulación de las patentes de las
tecnologías que utilizan el ARNm (que se desarrollaron durante las investigaciones
para obtener vacunas durante la pandemia, generosamente financiadas con dinero
público), se adecúen al bien público o y no al propietario de la patente[16].
Aunque los derechos de propiedad
intelectual, entre los que se encuentran las patentes, forman parte esencial de
los mecanismos de promoción y recompensa a la innovación y la creatividad
científica o tecnológica (y por ello deben ser protegidos en sus justos
términos), las situaciones excepcionales -las pandemias lo son- exigen
conductas especiales que primen particularmente la solidaridad y la equidad por
encima del beneficio privado, especialmente cuando las investigaciones, como ha
sido el caso de las vacunas covid, obtuvieron una ingente financiación
procedente de fondos públicos, como puso de manifiesto la estimación realizada
por investigadores de varias universidades británicas y holandesas de un
porcentaje de financiación pública entre el 97,1 y el 99,0% para la vacuna de
Oxford-AstraZeneca (ChAdOx1 nCoV-19 o Vaxzvira) como parte de un estudio que detectaba
faltas graves de transparencia en los mecanismos de información sobre dicha
financiación[17].
Como ocurrió con la debacle financiera
de 2008, la pandemia hizo aflorar a la vez la cara y la cruz de la conducta
humana. De un lado, la cooperación, la sensatez y el apoyo social. Del otro, la
mezquindad, el egoísmo o la estupidez. Lo bueno y lo malo de la doble identidad
humana se vuelve notorio al sentirnos frágiles y vulnerables en los momentos en
que asoma el riesgo y la amenaza, cuando nos percatamos de que “no somos autosuficientes, sino
interdependientes, en el nivel local y en el global”[18].
Las emergencias pusieron de relieve el abandono al que relegamos los mecanismos
colectivos de defensa, tanto los destinados a la protección social y económica
(especialmente evidente en el caso del colapso financiero de 2008), como los
sistemas públicos de salud en la tragedia sanitaria de 2020. Ambas catástrofes
han mostrado la precariedad de los sistemas de previsión y de preparación, así
como la brutalidad del reparto desigual de daños, que hace recaer lo peor,
tanto en lo sanitario como en lo económico, sobre las espaldas más débiles de
cada sociedad y del planeta en su conjunto. Todo ello era un resultado
esperable tras los años dedicados al fomento y aplicación de políticas neoliberales
destinadas a supeditar lo colectivo a la dictadura del beneficio privado,
relegando lo público y común a su mínima expresión. Con tales mimbres, en tanto
que la mayoría veía esfumarse sus esperanzas de un futuro de bienestar, la
facción más rica del planeta no solo no cedía terreno, sino que incrementaba
vergonzosamente su ventaja, como demuestra el inmoral récord que alcanzó la
riqueza conjunta de los dos mil mayores multimillonarios del planeta en 2020,
con un valor de 10.200 millones de dólares y tras un incremento del 27,5%
conseguido durante la pandemia[19].
Es evidente que con las crisis económica y sanitaria, el mundo se tornó aún más
desigual.
Las políticas promovidas desde 1989
por el (mal) bautizado por John Williamson como “Consenso de Washington”[20]
extendieron por el planeta un fundamentalismo neoliberal basado en la
desregulación de la economía destinado a ceder los mandos en exclusiva a los
detentadores del capital, con bajadas demagógicas de impuestos
(fundamentalmente a las clases acomodadas), cuyas consecuencias fueron la
precarización de lo público y los recortes en salud, educación y ayudas
sociales, dejando en conjunto un escenario de enorme riesgo social. Con la pandemia pareció retornar cierta
sensatez incluso en el caso de organismos e instituciones antaño promotores de
las nefastas medidas draconianas, como la OCDE, el BM o el FMI, entre otros;
pero no está nada claro si los atisbos constituyen un motivo de esperanza o la
constatación de que aquellos errores se pasaron de la raya y resultaba de todo
punto inviable sugerirlos ahora. No resulta nada tranquilizadora al respecto la
reaparición por parte de los partidos de derecha y ultraderecha de las viejas propuestas
populistas y simplistas que, en países como España, con una estructura básica,
aunque insuficiente, de estado social del bienestar, claman como solución
universal a todos los problemas la rebaja de impuestos (así, en general, y a la
par que se exigen ayudas y subvenciones como si el dinero público saliera de
debajo de las piedras).
En todo caso, las cosas no pueden
seguir igual. Y no es la opinión de radicales extremistas. Lo expresó con
claridad el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, en la
presentación del informe del organismo sobre los efectos económicos de la
covid-19:
“La
recuperación de la crisis de la COVID-19 deberá conducirnos a una economía
diferente. Todo lo que hagamos durante esta crisis y después de ella deberá
centrarse en la construcción de economías y sociedades más equitativas,
inclusivas y sostenibles y que sean más resistentes a las pandemias, al cambio
climático y a los muchos otros desafíos mundiales a los que nos enfrentamos. Lo
que el mundo necesita ahora es solidaridad”[21].
Las tragedias de la crisis financiera
y la pandemia pillaron desprevenidos a casi todos. Muchos, en su gestión
cometieron imprudencias, negligencias y no pocos errores graves. ¿Acaso fue
posible anticiparse, actuar de una forma diferente o incluso evitar los enormes
daños producidos por los colapsos y las crisis económicas y sanitarias?
Lo cierto es que no se trata de
sucesos asimilables, pues mientras la crisis financiera encaja bien en la
definición de los eventos catastróficos impredecibles que Nassim Taleb bautizó
como “cisnes negros”[22],
no ocurre lo mismo con la pandemia, cuya probabilidad de ocurrencia en algún
momento era más que previsible, por lo que se asemeja más a lo que la analista
Michele Wucker ha denominado como un “rinoceronte gris”: un evento de alto
impacto, pero probable.
Taleb advirtió sobre el error que
supone confundir las causas con los catalizadores, algo que considera habitual
en la toma de decisiones socioeconómicas y que constituye, a su parecer, uno de
los principales problemas en el análisis de eventos inciertos. Usando su habitual
estilo provocador, brillantemente erudito y un punto soberbio, pero con la
autoridad que le concede su consideración como experto en las matemáticas de la
incertidumbre, Taleb sostiene que “el
índice de acierto en la previsión de sucesos raros importantes en política y en
economía (...) es cero”, aunque lo verdaderamente importante es evitar que
las previsiones erróneas nos perjudiquen, pues “no prever un tsunami o una crisis económica es excusable; construir
algo que sea frágil a ellos no lo es”. Para ello propone una medida interesante:
“lo que se debe estudiar es el sistema y
su fragilidad, no los sucesos”[23].
Si la hecatombe financiera de 2008
encaja en la concepción del cisne negro de Taleb, con la crisis sanitaria de la
covid lo más relevante sobre su posible previsión se recoge en la conclusión
principal del informe que encargó la Organización Mundial de la Salud a un
panel de expertos independientes: ¡Podía haberse evitado!
Aquel análisis encontró “eslabones
débiles en todos los puntos de la cadena de preparación y respuesta. La
preparación fue inconsistente y con fondos insuficientes. El sistema de alerta
era demasiado lento y dócil”. Por todo ello, el informe sugiere partir de los
errores cometidos y propone medidas que habría que empezar a aplicar ya, para
concluir que “el mundo necesita despertar y comprometerse con objetivos claros,
recursos adicionales, nuevas medidas y un fuerte liderazgo para prepararse para
el futuro. Hemos sido advertidos”[24].
¿Haremos caso?
Ambas catástrofes (la debacle
económica y la pandemia) son sucesos tan dramáticos como aparentemente
puntuales. Sin embargo, no han de confundirnos, pues son más sistémicos de lo
que aparentan, por lo que no deberían llevarnos a perder la perspectiva de que
la realidad es un escenario global presidido por un modelo de sociedad mundial
poco viable, que genera continuamente desigualdad y provoca el deterioro
acelerado del medio ambiente, incluyendo la emergencia climática global. Más
que puntual o imprevista, la crisis social y ambiental son procesos para los
que disponemos de numerosos indicadores, datos, diagnósticos y evaluaciones. A
pesar de ello, las respuestas que damos son pobres e ineficaces y, como sucede
con los analgésicos, se dirigen solo a paliar los síntomas más acuciantes y no
a tratar de curar, una opción que exigiría cambios profundos dirigidos a las
causas con el fin de crear un sistema social y cultural que, más que
resiliente, consiguiera dotarnos de la “antifragilidad” de la que habla Taleb.
BIENESTAR, SALUD Y MEDIO AMBIENTE
Las metas que los individuos se
proponen alcanzar son tan importantes para lo que hacen y lo que sienten que
centrarse exclusivamente en el bienestar experimentado no es sostenible. No
podemos mantener un concepto de bienestar que ignore lo que las personas
desean. Por otra parte, también es cierto que un concepto de bienestar que
ignore cómo se sienten las personas cuando viven y se centre solo en cómo se
sienten cuando piensan en su vida es también insostenible. Hemos de aceptar la
complejidad de una perspectiva mixta que nos haga considerar el bienestar de
los dos yo.
Daniel Kahneman
El bienestar es otro tema que revista
una alta complejidad y cierta dificultad de definir. El diccionario de la Real
Academia nos ofrece tres definiciones al respecto: “Conjunto de las cosas
necesarias para vivir bien”, “Vida holgada o abastecida de cuanto conduce a
pasarlo bien y con tranquilidad” y “Estado de la persona en el que se le hace
sensible el buen funcionamiento de su actividad somática y psíquica”. Sobre este
asunto, el galardonado psicólogo Daniel Kahneman habla de una doble
perspectiva: lo que se desea y lo que se siente mientras se vive. Desde su
punto de vista, el bienestar no solo tiene que ver con lo material y tangible, eso
que supone disponer de las cosas necesarias para vivir bien (el significado del
que nos habla la primera acepción de la RAE), sino con un estado mental donde
intervienen otros factores como la consecución de los deseos, por ejemplo. Pero
la consecución de los deseos tiene que ver, a su vez, con la racionalidad de
poder lograrlos, ya que “una receta para una vida adulta insatisfecha es
marcarse metas que sean particularmente difíciles de alcanzar”[25].
Si confrontamos la idea del bienestar alcanzado mediante la satisfacción de los
deseos con los objetivos impuestos por una sociedad consumista (pretender
poseer siempre más de lo que se tiene), es fácil concluir que la actual
sociedad capitalista será una fábrica de perpetuo malestar. Es lo que subyace
en la crítica de la deseabilidad del modelo de desarrollo basado en el
crecimiento (de la producción y el consumo) de la que hablaba Bob Sutcliffe:
¿Es deseable un tipo de desarrollo que se fundamenta en la generación constante
de insatisfacción con lo que se tiene o, incluso, con lo que se puede llegar a
tener? [26]
En seres empáticos como somos nosotros,
el bienestar personal también exige percibir bienestar en los demás. En 1996,
el equipo de neurocientíficos de la Universidad de Parma, dirigido por Giacomo
Rizzolatti, midió la activación de neuronas motoras en la corteza cerebral de
macacos. Las neuronas se activaban cuando el animal realizaba una determinada
acción, emitiendo una orden motora. Hasta ahí todo normal. La sorpresa vino
cuando observaron que algunas también se activaban cuando el animal observaba
dicha acción en otro mono. Habían descubierto las neuronas espejo[27].
Como era de esperar, los humanos
también tenemos neuronas espejo en nuestro cerebro. Sin saberlo, en su libro “El río sin orillas: tratado imaginario”,
Juan Jose Saer relató con pericia literaria la actuación de sus neuronas espejo
al relatar cómo, sentado a la orilla del Río de la Plata y apoyada su espalda
en un sauce, observa y siente en su propio ser la entrada de una mujer en las
aguas: “Cuando los pies de la mujer
entraron en el agua, una sensación súbita de frescor, intensa y deliciosa, me
recordó la existencia de los míos y los trajo al primer plano de mis
sensaciones. Y a medida que la mujer iba adentrándose en el río, y el nivel del
agua iba cubriendo sus tobillos, sus pantorrillas, hasta llegar a la rodilla,
la sensación de frescura iba subiendo también por mis propias piernas,
gratificándome con esa caricia líquida que aunque no menos indefinible que el
gusto del apio, y aunque el estímulo actuaba sobre una piel que no era la mía,
no me costaba nada reconocer de inmediato”[28].
Gracias a la interiorización de las
sensaciones de otros, las neuronas espejo (en realidad, circuitos neuronales) facilitan
la imitación y nos posibilitan comprender lo que hacen los demás, adoptar su
punto de vista: “es como si las neuronas
espejo fueran las simulaciones virtuales de la naturaleza respecto de las
intenciones de los otros seres”[29].
Las neuronas espejo presentan, así, una estrecha relación con la teoría de la
mente, esa que nos permite entender lo que hay en la mente de los demás y
ponernos en su lugar.
Los circuitos neuronales espejo están
más extendidos entre los vertebrados de lo que se pensaba al principio. Se han
encontrado en aves, por lo que se especula con un origen antiguo dentro de la
estirpe reptiliana de la provenimos tanto mamíferos como aves. Hay varios tipos
de ellas y, aunque el mecanismo de actuación todavía no se conoce bien, parecen
tener relevancia sobre nuestras capacidades de imitación, aprendizaje y
empatía, hasta el punto de que el neurólogo Vilayanur Ramachandran considera
que el mismo fundamento de la cultura humana podría derivar de estos sistemas neuronales:
“No estoy sosteniendo que las neuronas
espejo basten para el gran salto o para la cultura en general. Sólo digo que
desempeñaron un papel decisivo”. El “gran salto” al que se refiere
Ramachandran consiste en “la aparición
relativamente súbita, entre 60.000 y 100.000 años atrás, de diversos rasgos que
consideramos exclusivamente humanos: fuego, arte, alojamiento construido,
adornos corporales, herramientas de múltiples componentes y un uso más complejo
del lenguaje”.
Hoy, sin embargo, para muchos
neurocientíficos se han enfriado algunas de las interpretaciones más optimistas
sobre las neuronas espejo. Pero, estén o no en el origen de la “humanidad” de
nuestra especie, las sofisticadas neuronas espejo (o los circuitos neuronales
que implican) tienen bastante que decirnos sobre la facilidad que tenemos para
ponernos en el lugar de los demás, esa base de la empatía que nos induce a
buscar y fomentar el bienestar a nuestro alrededor para lograr sentirnos bien.
Cuando tal ambiente no existe, disponemos de dos alternativas: consolar a los
demás ayudándolos a alcanzar su bienestar, o aislarnos tratando de no verlos.
No es preciso insistir demasiado en que son dos posturas éticamente opuestas.
Las nociones de justicia y equidad
forman una parte fundamental de nuestro bagaje de emociones y sentimientos, e
influyen destacadamente en nuestra concepción social del bienestar, pero, como
tantas otras facetas de nuestro comportamiento, tampoco son exclusivamente
humanas, pues en otros primates se han observado conductas que inducen a pensar
en la existencia de cierto sentido de equidad. En 2003, Sarah Brosnan y Frans
de Waal lo encontraron en los inteligentes y sociables monos capuchinos (Cebus apella) con los que trabajaban[30].
En los experimentos, los investigadores premiaban con uvas o con pepinos a los
capuchinos cuando realizaban satisfactoriamente las tareas. Los monos prefieren
las uvas a los pepinos, pero no mostraban rechazo cuando el premio era una
rodaja de pepino, aunque, eso sí, siempre que la recompensa fuera idéntica para
todos. Cuando un mono que había recibido una rodaja de pepino por su tarea veía
que otro congénere era premiado por la misma tarea con una uva se irritaba y “a partir de entonces rechazaba sus miserables
rodajas de hortaliza y zarandeaba la cámara de pruebas con tanta agitación que
amenazaba con desmantelarla”[31].
Como los monos capuchinos, también
nosotros necesitamos vivir en un ambiente de cierta equidad para sentirnos
bien. La desigualdad es enemiga del bienestar general.
Junto a la necesidad de estar rodeados
de seres aceptablemente felices y vivir en un ambiente de cierta igualdad, otro
factor esencial para nuestro bienestar es, por supuesto, la salud. Pero, al
igual que ocurre con el bienestar y la equidad, el cuidado de la salud tampoco
constituye un bien universal al alcance de todos o, al menos, en una medida
aceptablemente similar. En el planeta, la pandemia lo ha mostrado tan
descarnadamente que no requiere mucha más demostración.
BIODIVERSIDAD, PANDEMIA Y
SALUD
Nuestro creciente
reconocimiento de estas amenazas emergentes para la salud pública requiere un
nuevo enfoque dentro de la salud ambiental.
Samuel
M. Myers y Jonathan A. Patz
En 2016, la Organización Mundial de la
Salud (OMS/WHO) estimó que 12,6 millones de personas morían en el mundo cada
año por culpa de la insalubridad de los lugares donde viven, ya sea debido a la
contaminación del aire, de las aguas o de los suelos, por la exposición a
productos químicos y radiaciones o por los efectos del cambio climático, entre
otros factores ambientales[32].
El dato supone casi la cuarta parte del total mundial de muertes. La OMS
constató, además, un aumento en las enfermedades no transmisibles atribuidas a
la contaminación atmosférica con respecto a la primera edición del informe,
realizada diez años antes. En el lado positivo estaba la reducción del número
de enfermedades infecciosas, muchas de las cuales, como la diarrea y el
paludismo, están vinculadas a deficiencias en la gestión de desechos, la falta
de saneamiento o problemas en la provisión de agua potable, aspectos en los que
se detectaron ciertas mejoras a escala mundial (lamentablemente -por razones
evidentes- no se espera que este capítulo de mejoras continue siendo constatado
en la próxima edición del informe).
Aunque ya figuraba en la agenda de los
científicos, con la pandemia covid-19 la relación entre biodiversidad y salud
ha cobrado un mayor interés. La primera aproximación a la cuestión consiste en
comprobar la vinculación que hay entre el número de enfermedades infecciosas y
la biodiversidad de un país, que podemos estimar a través de su riqueza en
especies de mamíferos y aves[33],
correlación que explica el mayor número de zoonosis que se dan en los países
tropicales frente a las zonas templadas o frías. Sin embargo, la complejidad se
esconde nuevamente tras estas primeras apariencias.
Antes de la pandemia, un equipo de
investigadores de Francia, Tailandia, Malasia y Singapur había publicado los
resultados de sus estudios realizados en Asia y el Pacífico, que demostraban la
referida estrecha relación entre biodiversidad y enfermedades infecciosas. Como
se esperaba, una alta diversidad comportaba una fuente mayor de posibles
patógenos. Pero lo verdaderamente interesante de ese trabajo radicaba en que el
crecimiento de los procesos de urbanización, el abandono de los usos
tradicionales, la desaparición de especies y el incremento de las interacciones
entre los seres humanos y la vida silvestre debido a la fragmentación e
invasión de los hábitats naturales (aspectos todo ellos relacionados con la
degradación ambiental) implicaban aumentos en las tasas de prevalencia,
transmisión y aparición de enfermedades infecciosas[34].
Esta relación entre los cambios en el uso de la tierra (por urbanización,
deforestación, etc.) y el número de patógenos y parásitos de humanos
procedentes de hospedadores silvestres (zoonosis) se ha visto confirmada posteriormente
por nuevos estudios realizados en una amplia variedad de ecosistemas (6801) y
especies hospedadoras (376), comprobándose que, tanto en el número de especies
como en su abundancia, la proporción de hospedadores silvestres de patógenos
humanos es considerablemente mayor en ecosistemas degradados, agrícolas o
urbanos frente a los de hábitats no alterados (los valores obtenidos se sitúan
entre un 18 y un 144% superior, según los casos). Las evidencias llevaron a los
investigadores a alertar sobre los riesgos deducibles, concluyendo que “los cambios globales en la forma e
intensidad del uso del territorio están incrementando las conexiones cada vez
más peligrosas entre la gente, el ganado y los reservorios silvestres de
enfermedades infecciosas”[35].
La pérdida de biodiversidad afecta a
la transmisión de enfermedades infecciosas al alterar su abundancia, la
condición de los hospedadores o la de los vectores de transmisión (los
organismos que transportan el patógeno, generalmente insectos), o incluso el
comportamiento del propio patógeno. Algunos estudios han encontrado que las
especies más afectadas por las actuaciones humanas son las que, a su vez,
tienen más posibilidades de reducir las transmisiones de patógenos, mientras que
las que perviven más fácilmente con nuestras actuaciones son las que transmiten
enfermedades con mayor facilidad. Es, por ejemplo, lo que se encontró al
estudiar la borreliosis de Lyme en diversas zonas de Norteamérica y de Europa.
Esta enfermedad, que toma su nombre de una localidad de Connecticut, es causada
por una bacteria (Borrelia burgdorferi)
a la que transportan garrapatas del género Ixodes,
sus vectores de transmisión. En las zonas orientales de Estados Unidos habitan
varias especies de mamíferos que actúan de hospedadores de las garrapatas de
patas negras (Ixodes scapularis).
Entre ellas destacan el ratón de patas blancas (Peromyscus leucopus), la ardilla gris (Sciurus carolinensis) y la zarigüeya de Virginia (Didelphis virginiana). Los ratones son
buenos hospedadores para las garrapatas, ya que sus poblaciones mantienen una
gran cantidad de ellas, por lo que presentan una alta probabilidad de
infectarse con las bacterias, siendo ecológicamente muy resistentes. Las
zarigüeyas y las ardillas, sin embargo, son malos hospedadores, ya que
consiguen eliminar muchas de las garrapatas que intentan parasitarlas. Los
valores calculados para la competencia del reservorio (un indicador que mide la
probabilidad de que el huésped permita que el patógeno esté disponible para el
vector, es decir, que contribuya a la infección de nuevos organismos) es del 3%
en las zarigüeyas, del 15% en las ardillas y del 92% en los ratones. Tanto
zarigüeyas como ardillas actúan, por tanto, como especies amortiguadoras de las
poblaciones de garrapatas y, consecuentemente, de la transmisión de la
enfermedad provocada por las bacterias de Lyme. Sin embargo, ambas especies son
muy sensibles a la presión antrópica, desapareciendo en cuanto los bosques son
alterados, todo lo contrario de lo que ocurre con los ratones. La conclusión es
que la degradación forestal supone la desaparición de las especies hospedadoras
que mantenían a raya los vectores de transmisión (las garrapatas) y con ellas
al patógeno (las bacterias), mientras que fomenta el aumento de los
hospedadores favorecedores de las garrapatas y bacterias (los ratones), por lo
que se incrementa la transmisión de la enfermedad de Lyme[36].
Casos similares de especies que se ven
favorecidas con la pérdida general de biodiversidad y son hospedadores de
enfermedades de transmisión a humanos se han constatado en la encefalitis del
Nilo Occidental, el síndrome pulmonar por hantavirus y la bartonelosis, entre
otros. Todo ello ha llevado a los investigadores a afirmar que “en términos generales, la propia
biodiversidad parece proteger en muchos casos a los organismos, incluidos los
humanos, de la transmisión de enfermedades infecciosas. La conservación de la
biodiversidad en estos casos, y quizás en general, puede reducir la incidencia
de patógenos establecidos”[37].
Los efectos de la degradación de los
ecosistemas en la salud humana constituyen, por tanto, un nuevo motivo de
preocupación y de incertidumbre debido tanto a la complejidad de los procesos
como a las dificultades para obtener información precisa sobre el nivel y tipo
de riesgos. Resulta paradójico que las importantes mejoras en la salud
aportadas por la revolución científica y el desarrollo sanitario mundial se
estén viendo así amenazadas por los impactos de la crisis y el deterioro
ambiental.
Antes de que la pandemia del
coronavirus se extendiera por el planeta, Samuel M.
Myers, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard y Jonathan A.
Patz, de la Universidad de Wisconsin, alertaron sobre cinco amenazas
emergentes mundiales que incluían la mayor exposición a enfermedades
infecciosas, junto a la escasez de agua, la falta de alimentos, los desastres
naturales y los desplazamientos de la población. Para estos especialistas en
salud ambiental, enfrentarse a los nuevos retos exige un cambio de marco mental
y perceptivo: “Nuestro
creciente reconocimiento de estas amenazas emergentes para la salud pública
requiere un nuevo enfoque dentro de la salud ambiental. A diferencia del enfoque tradicional
de salud ambiental en la exposición a toxinas, debemos tener en cuenta
implicaciones más amplias de la transformación humana del mundo
natural. Este campo debe explorar cómo los cambios en el uso de la tierra,
el clima y el funcionamiento de los ecosistemas pueden actuar de manera
sinérgica para alterar la exposición a enfermedades infecciosas y desastres
naturales, a la vez que se restringe el acceso a los alimentos, el aire y el
agua limpios, y aumenta la probabilidad de los desplazamientos de la población
y los conflictos sociales. Estos fenómenos son difíciles de estudiar
utilizando enfoques tradicionales porque son multifactoriales y complejos y a
menudo ocurren en escalas muy grandes que desafían la manipulación experimental
o incluso la caracterización completa. Sin embargo, la investigación colaborativa
sobre estas relaciones está ganando impulso al aprovechar una variedad de
disciplinas, utilizar nuevas herramientas y métodos, y desarrollar enfoques
innovadores para determinar la causalidad”[38].
El informe de The Lancet Countdown
correspondiente a 2021 indica que “las cambiantes condiciones ambientales
también están aumentando la idoneidad para la transmisión de muchos patógenos
transmitidos por el agua, el aire, los alimentos y los vectores
biológicos. Aunque el desarrollo socioeconómico, las intervenciones de
salud pública y los avances en la medicina han reducido la carga mundial de
transmisión de enfermedades infecciosas, el cambio climático podría socavar los
esfuerzos de erradicación”[39].
Y aporta datos preocupantes, como que en las zonas montañosas de los países
tropicales pobres, el periodo anual en el que se dan condiciones adecuadas para
la transmisión de la malaria han aumentado en un 39% en el periodo 2010-19 con
respecto a 1950-51; o que el potencial epidémico de los virus causantes del
dengue, zika y chikunguña ha aumentado en el mundo desde los años cincuenta con
el incremento de las capacidades de reproducción de los mosquitos transmisores
(13% en el caso de Anopheles aegypti y 7% en Anopheles albopictusen).
La defensa de la salud exige políticas
públicas que no solo incluyan la mejora de los recursos materiales y humanos
destinados a universalizar la sanidad y la investigación médica y biosanitaria,
sino también un medio ambiente global saludable donde vivir. La salud
ambiental, la equidad y la empatía son factores indispensables en el objetivo
de mejorar el bienestar social en un planeta sano. Centrar los esfuerzos en
conseguir que estos factores se conviertan en los objetivos verdaderos de la
sociedad y poner todos los recursos públicos y colectivos necesarios al
servicio de su consecución son elementos imprescindibles en el nuevo paradigma
que urge habilitar dentro de una nueva cultura global[40], donde
la ciencia y la cooperación constituyan los elementos claves de esa nueva forma
de relacionarnos y actuar como especie.
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