De conejos y aprendices de mago: una fábula demasiado real

 

Conejo ibérico (Foto JAP)


Decía Ramón Margalef en su monumental tratado de ecología que “el análisis de los modos de interacción en sistemas complejos formados por muchas especies es muy educativo, porque permite darse cuenta de que las tasas de multiplicación y de mortalidad de cada especie resultan de los efectos combinados de muchas interacciones elementales, a la vez que pone de manifiesto la irrealidad de hablar de tasas de multiplicación y de natalidad <fisiológicas>, es decir, independientes del contexto constituido por el ecosistema”[1].  En el último tramo de su reveladora frase se encuentra, a mi juicio, el centro de gravedad del mensaje: “el contexto constituido por el ecosistema”.

La ecología es una ciencia empeñada en entender un tipo concreto de sistemas: los ecológicos. Como en toda indagación sobre sistemas, en la ecología resulta preciso ubicar el enfoque en las interacciones, más allá de la advertencia de los elementos constituyentes, que, sin duda, también son importantes. Por eso esta ciencia ha sido siempre un espacio de estudio más refractario que otros a la indagación analítico-reduccionista, tan ligada al desarrollo inicial del método científico. Y no es porque los ecólogos constituyan una suerte de rebeldes al procedimiento propuesto por Descartes consistente en trocear y trocear para ver más claro. Es, más bien, una consecuencia del famoso aserto aristotélico sobre el todo como algo más que la suma de las partes. Porque la ecología busca entender el todo: el ecosistema.

Una consecuencia de la importancia que Margalef asignaba al contexto es que las especies no se comportan igual en un ecosistema que en otro y, de ello, se derivan al menos dos corolarios. El primero es que la modificación del ecosistema supone una alta probabilidad de variaciones en el comportamiento y la dinámica de las especies que lo conforman. El segundo, que una especie que se traslada de un ecosistema a otro puede manifestar dinámicas muy diferentes a las que presentaba en el ecosistema original.

De la primera conclusión tenemos, lamentablemente, constatación abundante, dada la intensidad y magnitud en las que hemos alterado los ecosistemas por todo el planeta[2]. También poseemos información sobre circunstancias naturales que han generado cambios drásticos en los ecosistemas: los ejemplos más extremos están en procesos geoclimáticos catastróficos del pasado remoto, que constituyen, desde hace ya algunos años, un ámbito interesantísimo de estudio paleontológico[3], particularmente relevante en estos tiempos en los que estamos inmersos en un cambio global catastrófico, en este caso impulsado por nuestro avasallador sistema socioeconómico industrial impulsado por el consumo desmedido de combustibles fósiles y la ocupación avariciosa de espacios naturales.

De la segunda derivada contamos también con numerosos ejemplos, también repartidos entre los generados de forma natural y los debidos a la acción humana. Una importante diferencia entre ambos es que, por lo general, las modificaciones de las áreas de distribución de las especies con ocupación de nuevos territorios se producen, en los casos naturales, de una forma considerablemente más lenta y espacialmente limitada que los debidos a nuestra actividad. Esto resulta particularmente evidente desde que los viajes y transportes transoceánicos se convirtieron en una característica habitual del quehacer humano, una situación que ya se extiende por al menos cinco siglos. De hecho, se considera que la introducción artificial de especies se encuentra hoy, junto con los cambios de uso de la tierra y del mar, la explotación directa de organismos, el cambio climático y la contaminación, entre las cinco principales causas individuales de extinción de especies y amenazas a la biodiversidad[4].

Es, por tanto, la intensidad, magnitud y velocidad de los cambios ecológicos y movimientos de especies donde radica la gravedad de la intervención humana frente a los procesos naturales habituales. Siempre ha habido movimiento de especies y han existido cambios ambientales, la diferencia estriba en la dimensión y rapidez con la que se están produciendo hoy. Tan solo algunos de los ya mencionados episodios catastróficos que han jalonado la tormentosa historia de la Tierra, resisten comparación y, desde luego, no resulta muy alentadora (por ejemplo, hace unos 252 millones de años, en la extinción pérmica, el registro fósil constata que desapareció un 96 % de las especies marinas y un 70% de las terrestres[5]).

Una reciente evaluación realizada por la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), el organismo auspiciado por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) para el seguimiento y asesoramiento sobre biodiversidad (equivalente a lo que representa el IPCC en el cambio climático), estima que las actividades humanas han introducido más de 37.000 especies exóticas en diversas regiones y ecosistemas del mundo donde no residía. De ellas, al menos 3.500 son muy nocivas por provocar graves problemas a otras especies o a la propia salud y economía humana, con un coste estimado superior a los 423.000 millones de dólares anuales, una cifra que viene cuadruplicándose al menos cada década desde 1970[6].

Una gran parte de los movimientos de especies ligados a las actividades humanas son involuntarios (el caso más evidente es el transporte de roedores por los barcos), pero existen muchos ejemplos de introducciones voluntarias con diferentes intereses, en muchos casos bienintencionados. En muchos de estos casos, la ignorancia sobre la importancia del contexto que hacía Margalef fue el motivo de la imprevisión acerca de los efectos provocados.

No todas las especies exóticas se convierten en invasoras y, por tanto, nocivas al provocar impactos negativos en los ecosistemas. Se estima que un 6% de las plantas, un 22% de los invertebrados, un 14% de los vertebrados y un 11% de los microorganismos introducidos en otros ecosistemas son invasores. Estas, sin embargo, son el factor determinante en el 60% y el único impulsor del 16% de las extinciones registradas según la citada evaluación del IPBES.

Muchas de las introducciones nocivas fueron a propósito, buscando pretendidos beneficios que se convirtieron en graves perjuicios una vez realizadas. La prepotencia que otorgan las capacidades tecnológicas moderna ha conducido a menudo a comportamientos similares a los del aprendiz de brujo del poema de Goethe, quien acaba desesperado por las consecuencias de usar hechizos que no sabe controlar. La peligrosa mezcla de las altas capacidades técnicas con saberes mucho más limitados conduce con demasiada facilidad a soluciones simplistas aplicadas sin prudencia ni los conocimientos suficientes sobre los ámbitos manipulados, dando en consecuencia resultados graves e inesperados.

Un caso bien conocido por su especial devastación fue la introducción de conejos europeos (Oryctolagus cuniculus) en Australia, seguidos por las soluciones adoptadas posteriormente para controlarlos, en un carrusel de despropósitos continuados. Vamos a refrescar el caso:

El continente australiano es uno de los fragmentos en que se escindió el gran supercontinente Pangea que reunía a la práctica totalidad de tierras emergidas hace 230 millones de años. Durante un largo periodo de tiempo, Australia formó parte de Gondwana, al gran supercontinente meridional resultado de una primera división de Pangea iniciada hace unos 160 millones de años. Pero éste se fragmento de nuevo y Australia “navegó” junto con Antártida hasta hace unos 35 millones de años atrás, cuando ambos se separaron. Desde entonces, la condición aislada de Australia ha permitido la continuidad en su seno de líneas evolutivas, tanto animales como vegetales, desaparecidas en otros ámbitos, creando una singularidad biológica de enorme valor. El ejemplo de los marsupiales es, a este respecto, un icono válido. La dificultad de los animales terrestres para llegar al continente-isla cruzando un espacio marítimo considerable es la condición que preserva la rareza y originalidad de la biodiversidad australiana, algo que caracteriza a la mayoría de las islas oceánicas, sobre todo a las más recónditas.  De esta manera, la mayoría de mamíferos australianos son monotremas (ornitorrincos y equidnas) y marsupiales (canguros y similares), con tan solos dos grupos de mamíferos placentados (que constituyen la inmensa mayoría de mamíferos actuales en el resto del planeta) presentes en el continente austral con anterioridad a la colonización humana gracias a su capacidad de cruzar océanos volando o resistiendo en materiales flotantes: murciélagos y roedores, que alcanzaron el continente en varias oleadas hace entre quince y un millón de años.

Los conejos europeos (que no son roedores, sino lagomorfos) nunca tuvieron oportunidad de alcanzar Australia debido a lo alejado de sus áreas de distribución naturales y su escasa capacidad para atravesar espacios marinos. Sin embargo, en 1788 llegaron a Sidney los primeros cinco conejos domésticos que, por supuesto, fueron seguidas por otras de manera que la presencia de conejos escapados era frecuente, aunque la mayoría no lograban adaptarse a ambientes naturales o se mantenían con poblaciones locales reducidas. Sin embargo, en 1859 llegaron un par de docenas a bordo del velero Lightning encargados por un colono de origen inglés llamado Thomas Austin que quería disfrutar de su caza en su finca de Barwon Park, en Victoria. Recientes estudios genéticos han demostrado la ascendencia silvestre de al menos algunos de estos nuevos conejos introducidos (lo que era lógico, habida cuenta de la finalidad cinegética que tenía la introducción), lo que derivó en un cambio radical del comportamiento de las poblaciones introducidas[7]. Los citados estudios avalan la procedencia mayoritaria de los actuales conejos australianos a partir de una única población original de tipo mixto, doméstico y salvaje, con un origen genético en los conejos del suroeste de Inglaterra (introducidos anteriormente desde Francia), donde estaba ubicada la propiedad de la familia de Austin en Baltonsborough[8]. La ausencia de parásitos y de predadores naturales unida a la nueva genética silvestre de los conejos introducidos facilitó la rápida expansión de estos lagomorfos de origen silvestre por el país a un ritmo de entre 100 y 300 km por año, esquilmando pastos y compitiendo y arrinconando a las especies nativas, fundamentalmente marsupiales. Para hacerse una idea de la explosión demográfica, vale el dato, aportado por el mismo Austin, de 20.000 conejos cazados por el mismo en su propia finca en 1865, tan solo seis años después de la llegada de las dos docenas recibidas. Una situación similar se produjo en Nueva Zelanda y en Tasmania, aproximadamente en los mismos años y en los que se emplearon conejos australianos.

La situación en Australia se volvió verdaderamente preocupante tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la población australiana total alcanzó varios cientos de millones. Entonces se ensayó de todo para controlar la nueva especie-plaga introducida. Primero fue la guerra convencional, para la que emplearon todo tipo de técnicas de caza. Luego se usaron barreras físicas, levantando vallas contra la expansión de los invasores. Más tarde se recurrió a la guerra química, inyectando veneno en las madrigueras, con todos los problemas derivados. Finalmente se acudió a la guerra biológica.

La ofensiva final tuvo su inició en 1896 en un laboratorio uruguayo que había aislado un virus capaz de infectar a los conejos. El virus era un patógeno leve para las especies americanas del género Sylvilagus, pero resultaba letal para la especie europea (Oryctolagus cuniculus), a la que provocaba seudotumores en los ojos y en la zona anogenital conocidos como “myxomas”, de donde la enfermedad tomó su nombre: mixomatosis. Además, inducía un tipo de inmunosupresión que solía acabar en neumonía mortal. El caso representa un hecho biológico frecuente, con una trágica actualidad reflejada en la covid-19: un patógeno que actúa como parásito leve para una especie, pero que adquiere gran virulencia al cambiar de hospedador[9]. 

En 1950 los australianos decidieron introducir una cepa del virus de la mixomatosis en su país buscando atajar el problema de la superpoblación de conejos. El experimento comenzó con éxito: la población australiana se redujo en más del 80%, pero muy pronto la elevada letalidad inicial descendió al surgir cepas virales menos virulentas que sustituyeron progresivamente a las más mortíferas, un proceso habitual en los procesos de coevolución parásito-hospedador que también se ha dado en la pandemia humana, ya que las cepas más letales actúan contra su propia supervivencia al acabar con quien las mantiene. A la vez, los conejos desarrollaron resistencia genética, en otro mecanismo de coadaptación entre parásito y hospedador. Como colofón, las poblaciones de conejos reiniciaron su explosión demográfica, por lo que la pretendida solución acabó no siendo tal.

El experimento con el virus no se limitó a Australia. En 1952, dos años después de la introducción australiana de la mixomatosis, un médico jubilado llamado Armand-Delille decidió inocular el virus a un par de conejos en su finca de Francia. A las pocas semanas, la práctica totalidad de la población de la finca había muerto y los conejos de los alrededores estaban infectados. El virus se había escapado de la granja y la enfermedad se expandía por Europa afectando a ejemplares silvestres y domésticos, y provocando un doble problema: ambiental y económico.

El lamentable episodio del experimento con el virus de la mixomatosis tuvo, con el tiempo, una relativa corrección al conseguirse crear una vacuna contra la enfermedad. Esto solucionó el problema de las granjas de conejos, pero no el de las poblaciones silvestres. En el campo, la enfermedad se ha terminado convirtiendo en una epizootia que actúa de forma continuada sobre las poblaciones locales durante periodos prolongados. Así, en España, el estudio de seguimiento realizado entre 2003 y 2009 con 654 muestras correspondientes a 29 poblaciones de conejos mostraba que el 53% eran seropositivos, es decir, presentaban anticuerpos por haber estado expuestos al virus[10].

En Francia, Irlanda y Gran Bretaña, la mixomatosis saltó de los conejos a especies cercanas, como la liebre europea (Lepus europaeus). En España la enfermedad se detectó en 2018 en Lepus granatensis, la especie ibérica de liebre, que mostraba una tasa de letalidad estimada en el 69%[11]. Desde entonces, la enfermedad ha continuado extendiéndose, afectando a las liebres ibéricas con tasas elevadas de mortalidad, con 227 casos constatados en 31 provincias españolas durante la temporada 2019-20, apareciendo durante la temporada siguiente en 12 nuevas localidades[12].

Mientras tanto, en Australia, evidenciando el dicho de que tropezamos varias veces en la misma piedra, los experimentos con virus para controlar las poblaciones de conejos no se han detenido. Allí, en 1996 se liberó la cepa RHDV1 del virus de la enfermedad hemorrágica del conejo (un calcivirus), repitiendo la experiencia anterior con la mixomatosis a pesar de los resultados obtenidos. Dado que la eficacia letal de la cepa se fue reduciendo con el tiempo, en 2017 se creó una nueva variante, denominada K5, lo que ha alarmado a expertos en conservación y sanidad animal de otros países, entre ellos España, muy preocupados por estos experimentos y sus potenciales consecuencias en las ya mermadas poblaciones silvestres. Así se pronunciaba Rafael Villafuerte, investigador del CSIC: “Jugar con virus patógenos es peligroso. Un solo país no debería poder tomar una decisión así. Debería ser un tema regulado por la Organización Mundial de Sanidad Animal”[13].

En España, la mixomatosis, a la que desde los años ochenta se unió la hemorragia letal, ha resultado catastrófica, dado que en los ecosistemas mediterráneos el conejo desempeña el papel de una especie clave dentro de esta zona crítica (“hotspot”) de la biodiversidad global. “Especie clave” es un término acuñado en 1969 por Robert Paine para referirse a especies que, por sus interacciones y efectos en la comunidad, ejercen un papel ecológico muy superior al que les correspondería por número o biomasa[14]. En el caso del conejo, su papel en la determinación de la composición florística, la estructura de la vegetación, la dispersión de semillas, la fertilización de los suelos y el aporte alimentario a la cadena trófica que representan en los ecosistemas mediterráneos, les hace claros ejemplos de esta figura[15].

 

Águila Imperial Ibérica (Foto JAPT)


Así, dos especies ibéricas emblemáticas y muy dependientes en su alimentación de los conejos se han visto dramáticamente afectadas por el declive de los lagomorfos: el lince ibérico (Lynx pardinus) y el águila imperial ibérica (Aquila adalberti). Ambas son variantes mediterráneas de especies euroasiáticas similares, en su caso con una amplia distribución continental: el lince boreal (Lynx lynx) y el águila imperial (Aquila heliaca). En el segundo caso, su relativamente reciente divergencia desde Aquila heliaca (estimada en un millón de años), junto a un flujo genético no totalmente interrumpido entre ambas, hace que se considere un caso de especiación incipiente, por lo que se ha propuesto catalogar Aquila adalberti como semiespecie[16].

Tanto para los linces como para las águilas, la condición de refugio libre de hielos que tuvo la península ibérica durante el Pleistoceno significó disponer de un territorio propicio donde medraban los conejos europeos que, hasta hace unos 10.000 años, se limitaban al territorio peninsular y a la Francia meridional. De este modo, los lagomorfos se convirtieron en la presa preferente y casi exclusiva de ambas especies, hasta convertirse en una adaptación muy condicionante. De hecho, linces y águilas imperiales no presentaron nunca poblaciones numerosas, por lo que la merma brutal de las poblaciones de conejos, motivada primero por la mixomatosis y luego por la enfermedad hemorrágica, condujo a ambos predadores al borde de la extinción, con un total de ejemplares estimado en el cambio de siglo, en ambos casos, de entre 400 y 500[17]. Actualmente, ambas especies experimentan una lenta recuperación gracias a intensos (y costosos) programas de conservación.


Distribución territorial de linces, aguilas imperiales y conejos

Mientras que en su área de distribución natural, el conejo atraviesa por notorias dificultades, su expansión como especie invasora introducida deliberadamente en Australia, Nueva Zelanda o Tasmania la convirtió en plaga nociva. Y no solo allí, sino en otros muchos lugares, entre los que destaca Sudáfrica o Chile[18].

El caso de los conejos y la mixomatosis demuestra que las soluciones simples e imprudentes en asuntos complejos acaban frecuentemente en escenarios catastróficos. También ejemplifica lo fácil que es caer en la tentación de aplicar soluciones tecnológicas mediante el método de ensayo-error, sin conocimientos suficientes y muy poca prudencia.

De los errores del pasado debemos aprender, como decía Margalef al principio de este texto, y para el presente tenemos la obligación de actuar con la prudencia debida, anteponiendo el conocimiento y la sensatez a las tentaciones de actuar como aprendices de magos, en las que tan a menudo tendemos a caer. También en eso hemos de cambiar para instalarnos en esa nueva “cuarta cultura” que haga de la sostenibilidad el fundamento de nuestras actuaciones y por la que abogaba en mi último libro[19].

 

 

 



[1] Margalef, R. 1980. Ecología. Omega. Barcelona.

[2] Pascual Trillo, J.A. 2001. La vida amenazada. Nivola. Tres Cantos (Madrid).

[3] Agustí, J. (ed.) 1996. La lógica de las extinciones. Tusquets. Barcelona.

[4] IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas) 2019. Informe de la evaluación mundial sobre la diversidad biológica y los servicios de los ecosistemas: Resumen para los encargados de la formulación de políticas. Secretaria IPBES. Bonn

[5] Erwin, D.H. 1990. The End-Permian Mass Extinction. Annual Review of Ecology and Systematics 21: 69-91.

[6] IPBES. 2023. Summary for policymakers of the thematic assessment of invasive alien species and their control of the Intergovernmental Platform on Biodiversity and Ecosystem Services. Advanced Unedited Version (4 september 2023). IPBES Secretariat. Bonn

[7] Alves, J.M.; Carneiro, M. Day, J.P. et al. 2022. A single introduction of wild rabbits triggered the biological invasion of Australia. Proc. Natl. Acad. Sci. USA: 119, e2122734119.

[8] Con la salvedad de los conejos de Sidney, que parecen derivar de los ejemplares domésticos introducidos con anterioridad, en 1788.

[9] Beragnoli, S. and Marchandeau, S. (2015) Myxomatosis. Revue scientifique et technique (International Office of Epizootics) 35 (2): 549-556.

[10] Villafuerte, R.; Castro, F.; Ramírez, E.; Cotilla, I.; Parra, F.; Delibes-Mateos, M.; Recuerda, P. and Rouco, C. 2017. Large-scale assessment of myxomatosis prevalence in European wild rabbits (Oryctolagus cuniculus) 60 years after first outbreak in Spain. Reserarch in Veterinary Science 114: 281-286.

[11] García Bocanegra, I.; Camacho Sillero, L.; Risalde, M.A.; Dalton, K.P.; Caballero Gómez, J.; Agüero, M.; Zorilla, I.; Gómez Guillamón, F. 2019. First outbreak of myxomatosis in Iberian hares (Lepus granatensis). Transboundary and Emergency Diseases 66: 2204–2208

[12] Situación de brote de mixomatosis en Liebre ibérica (11/02/2021). Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (https://www.mapa.gob.es/es/ganaderia/temas/sanidad-animal-higiene-ganadera/sanidad-animal/enfermedades/mixomatosis/Mixomatosis.aspx).

[13] Recogido por Manuel Asende, en: “Australia libera un virus letal para arrasar sus poblaciones de conejos”. El País: Ciencia/Materia, 26 de mayo de 2017.

[14] Aunque muy utilizado en biología de la conservación, este es un concepto que también ha recibido críticas por su relativa ambigüedad, siendo objeto de algunas revisiones con el objeto de volverlo más concreto: Davic, (2003) Linking Keystone Species and Functional Groups: A New Operational Definition of the Keystone Species Concept. Conservation Ecology 7: r11.

[15] Delibes-Mateos, M.; Delibes, M.; Ferreras, P. and Villafuerte, R. 2008. Key Role of European Rabbits in the Conservation of the Western Mediterranean Basin Hotspot. Conservation Biology, 22: 1106-1117.

[16] González, L. M. (2016). Águila imperial ibérica – Aquila adalberti. En: Salvador, A. y Morales, M. B. (Eds.) Enciclopedia Virtual de los Vertebrados Españoles. Museo Nacional de Ciencias Naturales. Madrid. (http://www.vertebradosibericos.org).

[17] Ferrer, M. & Negro, J.J. (2004). The Near Extinction of Two Large European Predators: Super Specialists Pay a Price. Conservation Biology 18.2: 344–349.

[18] Camus, P.; Castro, S. y Jaksic, F. 2008. El conejo europeo en Chile: historia de una invasión biológica. Historia 41:305-339

[19] Pascual Trillo, J.A. 2023. La cuarta cultura. Ed. Popular. Madrid.